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Conquistando el mundo

Conquistando el mundo

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¿Puede un juego traspasar la pantalla e invadir la realidad? ¿Qué harías tú si la persona que más detestas es en realidad la que más te comprende y de la que estás enamorado sin saberlo? En Tenerife, durante un juego de clanes, surge una amistad que irá más allá de la propia pantalla. Dos jugadores aliados en la conquista de un nuevo mundo sin saber que en realidad es su corazón y su propia historia de amor la que están librando. Conquistando el Mundo no es simplemente una historia de amor imaginaria, es una historia de amor inspirada en hechos reales.

Capítulo 1 El inicio del juego

Oliver

Diez meses atrás

Agazapado tras el montículo de arena, recoloco la máscara para obtener mejor visión de la llanura que se extiende frente a mí. Inspiro un par de veces hasta recuperar el aliento, la intensa carrera hasta el refugio me deja con la respiración acelerada. Sin desvelar la posición compruebo que la pistola está cargada, lista para abatir a los contrincantes que quedan en terreno enemigo.

Las rendijas entre las maderas, que sirven de protección, me ofrecen la visión necesaria para observar sin ser visto. Sin hacer el menor ruido, espero de forma paciente a que el enemigo delate su posición. El sonido de una hoja seca a mi espalda me alerta. Alzo el arma y giro la cabeza en busca del objetivo, la banda de dos centímetros roja ubicada en el brazo derecho hace que me relaje. Mi hermano, Abel, se instala a dos metros para ofrecerme cobertura. Nos comunicamos con señas. Del equipo inicial de cinco, solo quedamos nosotros dos contra tres enemigos.

Oteo el horizonte y trato de encontrar un rastro que me lleve hasta el contrario. Al mirar a la zona de la derecha. distingo un leve movimiento, fijo la mirada y el adversario no tarda en ofrecerme su posición. Llamo la atención de Abel y, con la mano, le indico nuestro siguiente objetivo.

Arrastrándome por el fango, avanzo unos metros hasta tener buena visualización del enemigo. Apoyo la culata de la marcadora en el hombro, con la ayuda de la mirilla apunto al centro del pecho del enemigo, aprieto el gatillo y segundos después compruebo que es objetivo abatido.

Sin tiempo que perder le hago señas a Abel para avanzar, estamos a pocos metros de salir airosos del campo de batalla. Nos refugiamos tras una arboleda. Mi hermano decide subirse a un árbol para darme cobertura desde arriba. Avanzo lo más sigiloso que soy capaz para evitar la hojarasca seca que inunda el terreno.

Antes de que el proyectil impacte en la pierna, escucho el silbido de la marcadora al ser disparada. Bajo la mirada y maldigo al comprobar la pintura amarilla que me cubre medio muslo. Cabreado por no ver a Samuel en la rama del árbol de al lado, lanzo la marcadora de paintball al suelo sin importarme que se dañe. La recojo y la alzo por encima de la cabeza, así aviso al resto de jugadores de que estoy fuera y que no deben dispararme.

Al llegar a zona segura, fulmino con la mirada a mi hermano Diego que no para de reírse con su compañero de equipo, uno de los chicos del orfanato. Le propino un golpe en el hombro para borrarle la felicidad del rostro.

—Eso ha dolido —expresa sin dejar de masajearse la zona.

—Te pasa por capullo —mascullo mientras me quito la máscara protectora.

La dejo junto a la marcadora en la mesa de madera que tenemos dispuesta con todo el equipo necesario para jugar.

Acepto la cerveza fría que me ofrece Hugo, mi compañero de piso. Cuando ayer le comenté que nos faltaba un adulto para completar el equipo, no dudó en apuntarse. Ha sido de los últimos en salir del terreno de juego, por primera vez, no me mintió al asegurarme que era un excelente jugador, ya que en lo demás no dice ni una sola verdad. Compartimos vivienda hace varios años y ya me ha metido en algún que otro lío con la ingenua de su novia.

Vázquez, mi amigo de la infancia y compañero de juegos, regresa del aseo ya desprovisto de pintura repartida por todo el cuerpo.

Alza la ceja al verme limpiar la marcadora.

—¿Qué haces fuera del campo?

Es un excelente amigo, un profesional del paintball, un genio de los juegos online y competitivo como él solo; pero de vez en cuando, las neuronas no le funcionan como deberían.

—Tomarme un descanso —respondo con ironía—. ¿Tú qué crees? Samuel me ha alcanzado desde lo alto.

—Tío, nos van a ganar unos inexpertos —replica mientras mira a mi hermano y a los adolescentes que hoy nos acompañan para pasar el sábado fuera del orfanato.

Diego lo mira con mala cara. Odia que lo llamen con ese apelativo.

—¿A quién llamas inexperto? —inquiere, colocándose frente a él.

Mi amigo es diez centímetros más bajo y debe alzar la cabeza para mirarlo a los ojos.

Antes de que se enzarcen en una pelea, me interpongo entre ellos.

—Déjalo estar, Diego. Está de broma.

—Siempre está igual —objeta poco convencido con la intromisión—. En la tribu pasa lo mismo, siempre dice que no valgo para nada —reta a Vázquez con la mirada—. Cuando estemos en el juego un mes, abandona la tribu y me desafías, a ver quién mantiene un pueblo al final del duelo.

Mi hermano habla de Slava, un juego de navegador multijugador ambientado en la Edad Media. Entre Abel, Vázquez y yo le enseñamos a jugar, dos años después se ha convertido en un gran estratega.

—No me duras ni veinticuatro horas, inexperto —puntualiza mi amigo, y con ello, caldea más el ambiente.

Hace ocho días que iniciamos juntos un nuevo mundo y aunque todavía es pronto, ya existen los primeros piques entre jugadores. El problema surge cuando estas disputas son entre miembros de la misma tribu.

—Dejad las tonterías de una vez, siempre que estáis juntos pasa lo mismo —ordeno para poner paz entre los dos.

Miro a mi amigo para que entienda lo que voy a decirle.

—Tú deja de llamar inexperto a mi hermano. —Después centro la atención en Diego—. Y tú basta de retar a todos los miembros de la tribu, recuerda quién te enseñó a jugar. Todas esas energías déjalas para La Santa Inquisición, que para ser el inicio del mundo nos están dando a base de bien.

Hugo nos mira sin comprender, no entiende que un juego de ordenador nos quite tantas horas al día. Según él es tiempo que desaprovechamos para estudiar. Vázquez y Diego ignoran su presencia y seguimos con la conversación.

—¿Tu vecinita sigue igual? —bromea Diego sin contener la risa.

Mi aldea es la más alejada, por el momento, del resto de compañeros. Estoy rodeado por pueblos bárbaros, lo que me ayudará a crecer más rápido que al resto. El problema surge que a dos campos tengo instalada una tocapelotas llamada Sigrún.

—No me la recuerdes —sacudo el cuerpo para quitarme las malas vibraciones—. Vaya mundo me espera a su lado.

—Eso te pasa por huevón —afirma Vázquez—. Si la hubieses atacado en su momento no te pasaría esto.

Sé que tiene razón, que parte de que esté avasallado de ataques es por mi culpa. Si en vez de entablar conversación con ella en el primer ataque recibido el jueves después de que acabara el plazo de protección, le hubiese lanzado la ofensiva, las cosas estarían a mi favor. Ahora solo puedo esperar un milagro.

—Antes de que acabe el mundo la conquisto —aseguro.

Las risas de Pablo y Ginés, los chicos del orfanato, me confirman que perdemos la ronda. Como cada sábado, los hermanos Suárez, junto a amigos que nos ayudan, organizamos una salida para ellos, hace años que lo hacemos.

—Oli, ¿te vienes a casa a comer? —indaga Diego instalado en el asiento delantero del autobús una vez acabada la mañana—. Aitana cocinará una paella.

Aitana es la novia de Abel, una maestra valenciana.

Le agradezco el detalle, pero declino la oferta.

—Otro día. Tengo que prepararme dos parciales para esta semana y terminar el proyecto de final de carrera.

—¿Cómo lo llevas? —se interesa Abel.

—Bastante bien.

Nos despedimos en la puerta de mi casa. Antes de subir al apartamento compro algo de comida al recordar que la nevera está vacía. Cierro la puerta de casa y voy directo a la cocina donde deposito los alimentos adquiridos. Aprovecho que Hugo no estará en todo el fin de semana para poner la música a todo volumen mientras preparo la mesa.

Media hora después me acomodo frente al ordenador. Una vez iniciada sesión no tardo ni dos segundos en conectarme a Slava, es una costumbre que mantengo a diario desde hace diez años.

—¡Maldita sea! ¡Otra vez! —exclamo en mitad de la habitación al ver más de veinte informes de ataques recientes.

El juego consiste en dominar no solo el continente donde estás, también que la tribu se proclame vencedora del mundo y para ello, tiene que tener el sesenta por ciento de los pueblos activos y eso es lo que nos hemos propuesto todos. Lo malo es que la mosca cojonera de mi vecina se empeña en complicarlo. Y por lo visto no soy el único, la mitad de mis compañeros están en igualdad de condiciones. No podemos desconectarnos ni un segundo o los de la tribu La Santa Inquisición nos atacan.

—¿Es que esta mujer no tiene nada mejor que hacer que tocar las pelotas? —me quejo en voz alta.

Uno ya no puede salir de casa un sábado por la mañana, ya que la chica me hace estar las veinticuatro horas del día conectado al ordenador para no perder las tropas.

Pincho el enlace, deseo saber con qué viene a visitarme esta vez. Hachas, lijas —es como llamamos de forma coloquial a la caballería ligera— y espías, bueno, por lo menos no tiene arietes, de momento.

Si es que no aprendo la lección. En este tipo de juego, quien ataca primero ataca dos veces y esa es la ventaja que Sigrún tiene sobre mí. Pero esto no queda así, vaya que no, pienso explicárselo a la niñata. Estoy seguro de que no pasa de los quince años. Con total convicción le escribo un mensaje para ver qué responde cuando esté en línea.

Dalibor: ¿No te cansas de perder tropas y no llevarte nada?

Para mi sorpresa, la pillo conectada porque no tarda en responder.

Sigrún: ¿Y tú no te cansas de rehacer siempre las mismas tropas y no hacer nada más?

—Más chula, no nace —mascullo, dando un trago a la bebida.

Dalibor: ¿Quién te dice a ti que no hago otra cosa?

Sigrún: Es de cajón. Te tengo demasiado entretenido sacando las tropas del pueblo para que no te las pille.

—Será… —Me muerdo la lengua antes de decir ninguna burrada, no van conmigo los insultos baratos.

Dalibor: Para tu información, aprovecho tus visitas para limpiar otros pueblos.

Sigrún: Perdona que lo dude.

Dalibor: De hecho, mi siguiente objetivo es ConquistandoElMundo.

Así se llama su pueblo.

Sigrún: Aquí te espero.

Lo dicho, me ha tocado la altanera del juego. ¡Pero qué mala suerte que tengo! En otros mundos, tuve la desgracia de topar con jugadores similares y el resultado fue que uno de los dos desapareció del mundo, y no fui yo. A ver cómo termina la cosa en este.

Para reírme un rato con los compañeros de tribu, exporto la conversación al foro; sección bar. Ahí es donde nos echamos unas risas los treinta y cinco miembros que somos. La panda de mamones que tengo por compañeros, no tardan en responder a mi hilo. «Te ha tocado la tocapelotas del mundo», «No la ataques mucho, no sea que se enamore de ti», «Esa lo que necesita es una buena off y soy el único que puede ofrecérsela». Este último va con segundas. A veces, estos tíos son muy burros, pero a leales no hay quién les gane.

Conforme avanzan los días más contacto mantengo con Sigrún. Resulta ser que no es tan perdonavidas como parecía las primeras veces. Es bastante agradable al trato y según me cuenta, si no empieza así con los chicos no la toman en serio por eso de ser mujer. Grave error por parte de los otros jugadores, es lo suficiente buena, incluso me atrevería a decir que una de las mejores que he conocido hasta el momento.

Sin darme cuenta transcurren diez meses. Entre los estudios, las sesiones de fotos, Slava y las excursiones con los chicos del orfanato no advierto que el tiempo vuela.

Silvia, mi amiga de la infancia, cada vez está más pendiente de mí. Se niega a marcharse de Tenerife si sigo solo. Me cuesta convencerla de que no debe preocuparse, ahora mismo lo único que deseo es finalizar los estudios. En mi corazón no hay cabida para el amor en estos momentos, solo la concentración de encaminar mi vida hacia un futuro mejor.

Como cada primer sábado de mes todos nos reunimos en casa de Abel para hacer la tradicional barbacoa, una tradición que sigue intacta desde que nos independizamos.

Disponemos una amplia y larga mesa en la terraza reuniéndonos en torno a ella la amplia familia que formamos. Abel es el encargado de bendecir los alimentos dispuestos. La conversación fluye mientras nos intercambiamos los platos para servirnos.

El día transcurre entre risas. Al ocaso regreso a casa y al llegar me encuentro a Hugo. Nuestra relación es extraña, fuera de estas paredes da la sensación de que nos llevamos bien, pero dentro todo regresa a la normalidad, cada uno se encierra en su cuarto. Sigo sin perdonarle en el fregado que me metió hace meses y él sigue convencido de que mienta para salvarle el culo.

Cada día estoy más contento de haber regresado al juego, las conversaciones entre Sigrún y yo toman otro rumbo. Con ella no utilizo la fachada de seductor empedernido que suelo usar con las compañeras de facultad. Supongo que es debido a los kilómetros que nos separan.

Durante este tiempo, descubro que esa desconocida se ha convertido en una de mis mejores amigas; mi confidente. Al final no nos hemos conquistado ningún pueblo, mantenemos a raja tabla el pacto firmado a las pocas semanas de comenzar a hablar. Aunque deduzco que esta tregua durará poco, nuestras tribus están a un paso de declararse la guerra. Si ninguno de los dos somos capaces de convencer al resto de unir fuerzas, antes o después nos veremos obligados a luchar entre nosotros. Espero que no suceda nunca, lo que menos deseo es conquistarle un pueblo. Pero al fin y al cabo, es un juego de estrategia y como bien dice el refrán; en el amor y en la guerra, todo vale.

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