Ricardo examina el arma, presa de encontradas cavilaciones. Calcula su precio y los recursos de la regaladora y aquello no lo compagina. La viuda se va ofuscando.
-Vea, niña Belén, -murmura luego-. Con mucha pena le digo que no es decente que yo le acepte este regalo. Usté quiere que pase como mío y yo soy un hombre muy pobre. Debo dos meses del arriendo del rancho; y el dueño, que vive en la casa de junto, me ha amenazado con quitarme los muebles, si no le pago al fin del mes. Si él ve este rifle a mi muchachito, me pega la insultada del siglo. Con que mejor sería que le hiciera el regalo a otro amigo más pudiente.
-¡Imposible, Ricardito! ¡Eso sería un desaire horrible! Hagamos una cosa…
Suspende, se queda lela, la cara se le desfigura. A estar en pie, se fuera al suelo redonda. En la puerta ha surgido, como brotado de la tierra, Tista en persona. Trae sobre la caja de su oficio un disco de cartón. Los tres guardan espectante silencio. Al fin lo rompre el rapazuelo.
-Madrina: aquí le treigo lo que junté. Me vine desde ahora, porque no hay a quién embolale: to los cachacos y los guaches de botines tan ya emparrandaos. Ya los policías saben que el rifle no es robao. Yo y José Luis les contamos todo y llevamos testigos. El señor que me lo regaló no se llama nada el señor Equis es un dotor de leyes que se llama Javier Villablanca. Vive en el |Hotel Astor. Fuimos ond'él, y él le dijo, también, al policía; y…
-¿Es éste el rifle?
-Por supuesto, mestro Ricardo. Y ¿pa qué lo trajo, madrina?
Belén salta del asiento y se dispara a la calle. El zapatero, descompuesto y tembloroso, agarra el resto del regalo y se lanza tras ella.
-¡Vea, misiá Belén!, le grita ronco. Llévese su mona y sus confites, no sea que resulten con dueños.
Oye ¿cómo no oír? Pero no vuelve el rostro. Va volando, sonámbula, enchichada con un brebaje enloquecedor, que nunca ha probado.
El remendón no acaba de enterarse, por que Tista, por instinto de hidalguía y por temor de su madrastra, trata de tergiversarle los hechos. Ricardo lo despacha, enhoramala, con todos los presentes.
¡Oh, su madrina! ¡Quería regalarle su rifle al chino Esteban! ¿Por qué sería así su madrina? Su corazoncito se le va apretando. Siente angustia, susto, piensa unas cosas vagas que le causan miedo y que le dan tristeza. Ya no piensa en ir, después de la comida, a estrenar el arma. Ya no se ufana de llevarla, ni de ser su dueño exclusivo. No se le ocurre tampoco, probar de los confites.
Prosigue indeciso. ¿Subiría o no a la casa, desde ahora? Tiene que subir, irremediablemente, para entregarle a su madrina la plata y la encomienda. ¿A qué se exponía, si no? Avanza, pero se ditiene en cualquier parte, ensimismado y caviloso. Encuentra conocidos y no les ve; le hablan y no les oye; le rodean, y se retira. "¡Chino gediondo! ¡Chino creído!" -le grita un émulo-. "¡No cabe en el pellejo por ese rifle!" -le grita otro-. "¡Te lo robaste, ladrón! ¡Sos un ladrón!". Nada contesta. Sigue despacio, y por ahí se sienta en un pretil.
¡Ay! ¡Si él se fuera para Los Llanos, con el doctor Villablanca! Le lustraría el calzado, le limpiaría la ropa, le ensillaría el caballo, le pondría las polainas y el espolín; le haría todo, sin que le pagase un peso. Y no le hacía que el doctor le curtiese. De él no le dolerían ni regaños ni totes. Era un patrón tan bueno, tan bizarro con los pobrecitos. ¡Ay, Los Llanos!
Pasan niñeras e institutrices, con sus chiquitines que vuelven de meriendas del |Chorro de Padilla. Pasan carruajes que van de francachela hacia |La Cuna de Venus; pasan las murgas de artesanos punteando sus liras, rasgando sus tiples; pasa gente regocijada y bulliciosa; y Tista, en el pretil, apoyado en el rifle. ¿Por qué se estaría acordando, ahora de su madrecita? ¡Era tan linda! ¡Le daba tántas cosas!
Una nube se desgrana pletórica y Tista corre. Cuando se acerca a la barraca, asoma la madrina, le llama por señas y se entra. No bien el chico traspasa aquel umbral, la puerta gira rauda; Belén tuerce la llave y la tormenta estalla. "¡Este arrastrao! ¡Este bandido!". Le arrebata frenéticamente el rifle y, contra un banco, contra una piedra, con los pies, con las rodillas, con los dientes, lo abolla, lo tuerce, lo quiebra, logra partirlo. Sale al patinejo, contra el vallado termina la obra y lanza, falda abajo, pedazo por pedazo. Vuela adentro, hace añicos la muñeca, avienta los confites, salta, pisotea, pulveriza, epiléptica, posesa.
Tista, hasta entonces paralizado, da un alarido de dolor y espanto. Se queda seco y articula luego:
-¡Me lo quebró, me lo botó, porque el maestro Ricardo no la quiere!
-¡Callá, desgraciao… o te mato!
Le ase de la greña, le arrastra, le da contra el suelo.
- ¡Máteme, madrina! -grita enloquecido-. Máteme, pero es por eso! ¡No la quiere! ¡No la quiere!
Lo pisa, lo golpea. No lo aplasta de una vez, porque ella misma da consigo en tierra, presa de espantosas convulsiones. Tista brinca, como una rana, y se mete debajo de una mesa. Echa sangre por boca y por narices.
Belén sigue en el suelo revolcándose. De pronto da un corcovo y queda rígida. El niño aceza, acurrucado en su escondite. El agua cae a torrentes y la noche se inicia.
La hembra se sacude al rato. Da un corcovo y se encabrita. Llora y suspira, gime y solloza. Mucho ha sufrido en esta perra vida; pero esta afrenta indecente ¡ni en su infierno! Se muere. Mas, ¡qué morir, ni qué demonios!: ¡Chicha!, ¡mucha chicha! ¡Aguardiente!, ¡harto aguardiente! ¡Y reñir y acabar, con esa tolimense tiznada!
Se alza, se estriega, se yergue.
-¡A ver la plata, maldito! -vocifera trágica.
Tista busca entre sus desgarrones y le entrega lo que encuentra. Trastea ella por un baúl y saca un puñalejo, recuerdo de un su amigo. Sale en seguida, y deja bajo llave al infeliz.
Apenas solo, desata los raudales de su llanto. Tiembla, tirita, los golpes le duelen, le duelen mucho. Tan pronto le viene un frío que le llega hasta los huesos: tan pronto un calor que le sofoca. Siente sed, siente que su carita se crece en dolorosa tirantez, que sus ojos se van tapando. Se tira en su esterilla. No sabe si duerme, o si vela o si sueña. Le parece que oye horas, que oye cohetes y músicas lejanas. Al fin oye claro y distinto las campanas. Repican muy recio.
Los ángeles entonan el |Gloria in excelsis Deo y el niño se arrodilla e impreca: "¡Madrecita querida! ¡Lleváme p'onde vos! ¡Ya no quiero ir a Los Llanos! ¡Lleváme madrecita!".