Cuando los viejos loquillos
Quieren hacer el amor.
Las niñas les dan espinas
Espinas en vez de flor.
¿Lo entiendes, lo entiendes, viejo,
Viejo, lo entiendes bien?
-¡Así reventarais, cochinos! exclamó el viejo con asco. -Después continuó. -Entonces reuní aquella buena gente y la dije: Decidme por vida vuestra: ¿Hay una necesidad, un deber mayor, que el de recoger la piedra más pequeña que nos recuerde nuestra gloria? Así encontramos las cosas, así hemos de dejarlas. Jamás se habló con más razón en ocasión alguna. -¡Cumplid vuestra obligación!-gritó irritado ya el señor Salvador. -¡No destruirán el molino!-repliqué yo con voz más alta. -No lo destruirán, exclamaron conmigo unos veinte bravos. Así lo hallamos, así lo dejaremos. - Mas hé aquí que en aquel momento se presenta el prefecto con todos los agentes de policía. Así que les vió se le ensanchó el corazón al señor Salvador.
-¿El señor Katramis? preguntó el joven con aire distraído.
-No, este es el de ahora; yo hablo del otro, del antecesor. ¿No lo recuerdas?
-¿Y qué dijo el señor prefecto? preguntó el joven, procurando detener los deseos descriptivos del viejo. Pero el grosero canto resonó de nuevo interpretado por una voz todavía más grosera.
-¿Qué dijo el prefecto? prosiguió, como si su cólera subiese de punto al oir aquel canto. ¡Qué había de decir un usurero, un impío, un hombre que hizo una fortuna apoderándose de las tierras de éste y de las viñas de aquél; un hombre que edificó su casa a costa de la vida del vecino, con juramentos falsos y escrituras fingidas, un hombre á quien hizo prefecto el temor que le tenían y la fortuna que poseía. Qué había de decir! ¿Sabes lo que me dijo? Esto son discursos en el aire, capitán Mitros. No se pierde el patriotismo con dos ó tres piedras viejas que se destruyan, cuando tiene su objeto el destruirlas. No arméis escándalos: ya sabéis que todo este lugar desde hace muchos años es propiedad del municipio. -¡Propiedad del municipio, señor prefecto, es verdad, pero para levantar á su alrededor una verja de oro! -¡Esto es lo que nos mata! dijo el prefecto con voz más fuerte y fuertes carcajadas. ¡El patriotismo se nos come! Todo eso de que el cuello del griego no sufre el yugo, y otras pasmarotadas por el estilo. Nada de esto es práctico. Si ponéis en el presupuesto cada piedra de la Independencia, entonces lo hallaréis excesivo. ¡Malos negocios son estos! ¡Las piedras se nos comen! ¡Los sabios de Atenas pasan el tiempo inclinados encima las piedras! ¡Por esto siempre tropezamos y no podemos marchar adelante! No sabemos lo que nos conviene. Por las piedras se hacen excavaciones, por las piedras se gasta el dinero. Si entienden algo de ellas, os dejo cortarme la cabeza. A lo menos en Atenas se encuentran mármoles, que valen algo: y cuando no, el mármol se vende y se saca de él dinero. -¡No sé como me aguanté y no le solté un bofetón! -¡No destruyáis el molino, por el nombre de Dios! ¡que lo digan esto gente sin seso, pase; pero en cabal juicio!… -El municipio es pobre, tiene necesidad de dinero, replicaba el prefecto. Queremos calles, faroles, caminos, sobre todo caminos ¡la comunicación es el patriotismo! -La usura es el patriotismo, estuve por decirle. -Necesitamos dinero. Las piedras son buenas, son de oro, tan sólo cuando dan dinero, y nada más que por eso. Las piedras se venderán, el lugar se alquilará; el municipio quiere dinero. El patriotismo no está en las piedras. -Estas otras muchas cosas dijo el señor prefecto.
-Y al fin ¿cómo derribaron el molino, capitán Mitros? preguntó el joven.
-¡No lo destruyeron! ¡qué habían de destruirlo ellos! respondió con desprecio el capitán Mitros. Y se animó por grados, y sus mejillas descoloridas se colorearon y brilló su mirada; en fin su situación era capaz de poner intranquilo á cualquier médico.
-¡No lo derribaron! el prefecto ordenó á los polizontes que cercaran el molino y trajo consigo gendarmes de á caballo, para que no pudiéramos hacer nada. Sin pensarlo se había reunido todo el lugar. Poco más ó menos sería esta hora; no, un poco antes; cuando iba á ponerse el sol.
-¡Adelante y acaben de una vez! dijo el prefecto. Un albañil torna una escalera y se dispone á empuñar su pico.
-¿Y vosotros, qué hicisteis?
Nosotros no tuvimos tiempo de pensar lo que convenía hacer.
-¿Porqué, qué sucedió?
-¿Qué sucedió? in aquel momento el molino crujió, hizo un gran krrr. y casi antes de que se acercara la escalera el azadón, se hundió por todos sus costados en un instante, como si le derribara un terremoto. Dirías que era un hombre á quien hiriera un rayo. ¡No! Dios no lo quiere, señor prefecto. Cuando una cosa es injusta, hasta las piedras tienen voz para acusar. ¡No, señor prefecto! ¡no derriba un albañil, lo que no derribaron cañones turcos! Tassos Tassoulas fue muerto, pero no le tocó la mano de ningún Arbanita.
De repente cesó la animada conversación del capitán Mitros. Cayó pesadamente sobre el lecho, y cerró con indolencia los ojos. Las emociones de su relación habían enardecido su fiebre.
Cuando el médico salió de la casa, era ya de noche. La obscuridad y la calma de la ciudad contrastaba con la vista del espectáculo luminoso de la isla, alborotada con los cantos, los gritos y los golpes de bastones, y el barullo de la concurrencia, sobre el cual resonó la canción de Marica, concluida en tono alto y triunfal:
Los viejos se vuelven locos
Se vuelven locos los viejos.
Corren amores y quieren
La primavera en invierno.
¿Lo entiendes, lo entiendes viejo,
Viejo, lo entiendes bien?
Capítulo 3
No tardó mucho en morirse el capitan Mitros. Fué enterrado á expensas del municipio, pero no se dieron al cadáver honores militares, porque no tenía condecoraciones: la medalla de hierro de la Independencia que poseía no daba derecho para tales honores.
Muchos siguieron al féretro hasta el cementerio. Pronunció el discurso fúnebre el señor Timoteo, levantándose á gran altura por su elocuencia, sobre todo cuando comparó la pequeñez del presente con la grandeza del pasado. Los circunstantes le oían con la boca abierta. Concluido el entierro recibió en la plaza de la ciudad calurosas felicitaciones. El señor prefecto también se acercó á darle el parabién.
-¡Muy bien doctor! Pusisteis sin embargo mucha sal. Quizás exagerasteis un poco. Entre otras cosas convenía que hubieseis dicho que le hizo Dios un gran favor en llevárselo, porque con la vejez se le había debilitado algun tanto el cerebro. Sepan ustedes, señores, dijo con aire de triunfo á los que le rodeaban, que hace algún tiempo, se le metió en la cabeza, que no debía derribarse el molino y que el molino se había caído solo corno un castillo de cartas.
Y se puso á reir ruidosamente á carcajadas, mientras que mordiéndose los labios y pálido de corage, y fijando en él atentamente los ojos, le replicó el señor Timoteo:
-¡Señor prefecto, nosotros los hombrecillos de hoy no debemos hablar de aquellos hombres!
FIN