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Muero por tus besos

Muero por tus besos

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La Navidad es una época de mucha tensión, que obliga a Jessie a descargar sus frustraciones en la familia de muñecos de nieve que adorna la cafetería de Ethan Martin, poniendo a prueba las fortalezas del hombre. ¿Qué ocurrirá cuando se encuentren? ¿Podrán sus besos mediar en aquella pelea?

Capítulo 1 Rabia

Finalizaba el lunes y para Jessie, el reloj parecía haberse aliado con sus enemigos. El paso de los minutos de las 6:55pm a las 7:00pm eran eternos, más aún, al encontrarse en el trabajo.

Estaba ansiosa por irse. Trazaba líneas en un papel sin sentido alguno, solo para pasar el rato.

Debió aprovechar aquel tiempo para terminar una de las tareas pendientes que tenía en la revista, pero se sentía tan saturada que solo veía líneas torcidas en su cabeza y ninguna quería enlazarse con sus hermanas para comenzar a esbozar alguna imagen.

Todas preferían mantenerse alejadas, como ella.

Cuando al fin sonó la alarma, sus compañeros se levantaron de las sillas y empezaron a recoger sus pertenencias.

—¿Nos vamos juntas? —preguntó una de sus compañeras.

—Lo siento, voy apurada. Debo hacer algo antes —mintió.

Como ya había hecho una pila con los documentos que se llevaría, logró salir de primera, sin esperar a nadie. Quería estar sola.

Aquella hora era un infierno en la estación del Metro, si se apresuraba, tendría más posibilidades de superar a la marejada de personas que usaban el servicio y llegar pronto a su departamento.

Se pasó ese día en el trabajo haciendo nada. Simulaba elaborar diseños que luego lanzaba en el cesto de basura, ya que le era difícil concentrarse.

Por esa razón se llevaba el material a casa. Pretendía realizar algún avance esa noche y así no estar con las manos vacías al día siguiente, cuando su jefe pasara por su cubículo a evaluar su desempeño. Al final de esa semana debía entregar los diseños terminados.

Salió del edificio sin despedirse. Se escurrió entre el gentío que inundaba las calles de Brooklyn con la cabeza gacha y oculta bajo la capucha de su abrigo rojo.

Así evitó que su compañera de la recepción la divisara y también quisiera viajar con ella mientras le narraba, por todo el camino, sus interminables conflictos de cama. Ella tenía sus propios problemas en qué pensar.

La nula dedicación que desde hacía días le venía dedicado a sus responsabilidades se debía a las incesantes llamadas de su madre y los e-mail de su padre. Ambos le exigían que tomara una decisión para antes del fin de semana.

La pareja había decidido separarse una semana atrás, luego de vivir durante años una vida de discusiones, abandonos y mentiras. Jessie tenía que elegir con quién pasaría las navidades.

Su madre se había ido a Maryland a vivir con su hermana y su padre se marchó a Rhode Island, a experimentar la vida de playa con su amante y el hijo pequeño de esta, en las costas de Narragansett.

Ambos deseaban que ella se quedara durante las fiestas con ellos. Su madre pretendía convencerla asegurándole entre llantos que la necesitaba, pues su dolor por la pérdida de su matrimonio era difícil de soportar, y su padre le insistía en que conociera a su nueva familia y la recibiera como suya, eso lo ayudaría a superar el cambio y a no sentirse tan culpable.

El problema era que Jessie no quería estar con ninguno.

Aquella sería su primera Navidad sin la familia, pues hasta Marie, su hermana menor, decidió escapar con su novio a California abandonando sus estudios universitarios, para no responder a las constantes llamadas o los mensajes que le enviaban sus padres recién divorciados.

Jessie hubiese querido actuar de la misma manera. Ignorar lo ocurrido y hacerse la desentendida marchándose lejos, para así no tener que soportar las penas ni exigencias de nadie, pero no tenía corazón para actuar de esa forma. O tal vez, tenía uno muy grande.

Sus padres sufrían y buscaban consuelo en ella, y a ella nadie la consolaba. No solo había perdido a una familia, sino también su casa, porque su madre decidió poner el hogar en venta para no conservar recuerdos de su esposo.

Jessie ya no tenía a dónde ir los viernes a comer luego de salir del trabajo ni celebraría más fiestas rodeada por sus dos padres. Esa realidad le dolía, y el hecho de que faltara poco para Navidad empeoraba su situación.

Su mundo se había roto. Sus tradiciones y costumbres tomaron una dirección diferente y de manera repentina. Una semana atrás planificaba los regalos que debía comprar para la nochebuena y la nueva receta de postre que prepararía por recomendación de una amiga. Ahora ya no tenía padres juntos, su hermana había desaparecido y su casa de la infancia pronto pertenecería a otro.

Debía elegir entre Maryland y Narragansett, o ir a California a levantar cada piedra de ese lugar en busca de la imprudente de Marie.

Tenía que tomar una decisión, todos esperaban por ella, pero esa noche eligió llegar cuanto antes a su departamento, quitarse las cinco capas de abrigos que llevaba encima y darse un baño con agua caliente para limpiar su cabeza de brumas.

Luego se tomaría un somnífero y se tumbaría en la cama a dormir, con el teléfono y su tableta desconectados. De esa forma se olvidaría de todo, y de todos.

Llegó a la esquina donde solía tomar el bus que la acercaría a la estación del Metro sintiendo una presión en el pecho y un cansancio general que le hacía doler cada centímetro de su cuerpo.

El bolso le pesaba, porque el teléfono estaba lleno con mensajes enviados por sus padres queriendo saber de su decisión y pidiéndoles que les informara de su hermana.

Tenía ganas de llorar por la frustración y el rencor. De haber tenido la valentía de Marie, les habría cantado sus verdades a sus padres para que aprendieran a resolver sus asuntos solos y escaparía a un lugar solitario, pero ella nunca fue tan irrespetuosa ni osada.

Creía que era su deber servirle de apoyo a los suyos, sin embargo, le era imposible hacerlo, pues sus emociones estaban débiles. No tenía donde sostenerse para luego sostener a otros.

Mientras esperaba el bus, lanzó una mirada al adorno navideño colocado junto a la parada, que pertenecía a la cafetería ubicada a su espalda.

Era una familia de muñecos de nieve: padre, madre y dos niños, fabricados con botellas de plástico desechable.

Los muñecos sonreían con dulzura y brillaban por los pequeños focos que tenían dentro. Se veían tan felices, unidos y satisfechos que, por un momento, le hicieron recordar a esa familia que hacía tan solo una semana había tenido.

El vacío se le asentó en el estómago aumentándole la rabia. Debían advertir desde la infancia que aquella perfección podía perderse para que no se aferraran tanto a ella.

Decían que los niños eran los únicos que sufrían con las separaciones, pero no era cierto, a los hijos adultos también les afectaba.

Sobre todo, por el hecho de que por su edad estaban obligados a ser el sostén de la pareja que rompía su relación, como si el corazón de ellos fuera de piedra.

Para descargar emociones decidió rebelarse. El muñeco de nieve que hacía las veces de padre sostenía un cartel cuya frase rezaba: «Vive la Navidad de manera sustentable» y, a pesar de que aquella última palabra estaba referida al tema ecológico, para ella parecía una burla.

Había cosas en la vida que de un momento a otro podían perder su soporte. Intentar mantenerlas hacía más daño que dejarlas caer.

Si era imposible sostenerlas, entonces, debería ser sencillo desprenderse y reiniciar, pero no sucedía así. Dolía mucho verla derrumbarse, sin medios que pudieran sustentarla, y la Navidad no era excusa para evitar que se desmoronara.

Mentían, y eso le molestó, así que decidió rectificar el mensaje.

Repasó los alrededores sintiéndose aliviada al asegurarse que las pocas personas que se hallaban en la parada no la veían por estar pendientes en la llegada del bus, y los que andaban en la calle estaban tan metidos en sus asuntos que si pasaba un OVNI por su lado ni cuenta se daban.

Así que tomó una hoja de las que había llevado consigo a casa y escribió con rapidez un mensaje: «La familia es una mierda, sobre todo, en Navidad». Buscó un trozo de cinta adhesiva en su cartera y con rapidez se acercó al muñeco para colocarlo en el cartel, tapando el otro mensaje.

—Así estás mejor. Ahora sí eres un tipo sincero —dijo, como si aquel objeto le entendiera.

Sonrió satisfecha al ver desde una distancia de varios pasos su obra. Con eso lanzaría un mensaje contundente a la sociedad y restaría un poco el injusto peso que soportaban sus hombros tensos.

Enseguida llegó el bus y subió a él, dejando atrás la huella de su travesura.

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