Llevaba puesta una blusa de lino blanco, ligera y vaporosa, que se combinaba con una falda larga de tonos pastel que se movía de manera grácil en sus piernas. A su edad y con la experiencia que había obtenido a lo largo de los años siempre sabía cómo vestirse de manera apropiada, sin perder su encanto ni caer en excesos, mostrando una modestia innata que la hacía aún más atractiva. Su tono de piel era blanco, dándole una tez de color a sus mejillas. Su figura gruesa era de sus mayores atributos. Aunque las malas lenguas de manera equivocada podían llegar a comentar que estaba gorda, cuando en realidad solo gozaba de una envidiable talla extra que la hacía destacar ante los demás.
Se detuvo a contemplar el panorama a su alrededor. Era primavera, y la naturaleza se desplegaba ante ella en un espectáculo vibrante de colores y vida. Las flores crecían en abundancia, salpicando el jardín con tonos de rojo, amarillo, rosa y morado. Los árboles, cubiertos de hojas nuevas, se mecían con suavidad con la brisa, como saludándola. Los arbustos estaban en plena floración, exudando fragancias dulces que se mezclaban en el aire, creando una atmósfera de un mundo mágico, como si estuviera en el país de las maravillas, cuando solo estaba en su acogedora morada a la que siempre llegaba, en la mañana, tarde o noche, esa había sido su hogar desde hace años, y no tenía ningún deseo de cambiarse o de mudarse de residencia, porque le gustaba allí.
El paisaje que se extendía ante sus ojos era un símbolo de nuevos comienzos, de renovación y de rejuvenecimiento. Esa temporada siempre había tenido un significado especial. Era una época que no solo transformaba el mundo exterior, sino que también traía consigo una sensación de esperanza y de oportunidades por venir. Sentía una conexión profunda con esa estación, como si cada flor que se abría y cada hoja nueva que brotaba fuera un recordatorio de que siempre había espacio para crecer y florecer, sin importar las circunstancias y la edad de la persona. Moldeó una sonrisa de alegría y se permitió unos minutos para disfrutar del sol suave que acariciaba su rostro, cerrando los ojos y respirando de manera profunda. Recordó cómo su madre solía decir que la primavera era el momento perfecto para dejar ir lo viejo y abrazar lo nuevo. Esas palabras resonaban en su mente mientras observaba las mariposas revoloteando de flor en flor, y los pájaros cantando de manera emocionada desde las ramas. Pero su instante de meditación fue interrumpido.
Helena pudo apreciar como se reproducía música que sonaba a gran volumen, así como diversas risas de muchachos y chicas en la zona de la piscina, en la que, por supuesto, también se hacía presente la voz de su hija Rebeca. El sonido del agua salpicando y las carcajadas juveniles llenaban el aire, creando un ambiente festivo que contrastaba con la calma serena del jardín. Mientras caminaba hacia la casa, una mezcla de nostalgia y alegría la envolvió, recordando sus propios años de juventud, llenos de aventuras y emociones intensas. No estaba mal celebrar, pues los jóvenes estaban llenos de energía y vigor. Además, que estaba en la universidad y podían distraerse en algunas ocasiones para distraerse de las actividades académicas y el estrés de esa actividad llena de trabajos, exposiciones y exámenes tan exigentes como lo exigía la educación superior. En ese instante, el sonido de varias campanadas empezó sonar de forma imperceptible a los oídos de los humanos, era la alerta de que dos almas gemelas estaban por encontrarse y del nuevo comienzo de una historia de romance que quedaría plasmas en letras de pasión.
Lo que no sabía era que el destino aún le tenía preparada una nueva aventura de amor que no había imaginado. Para ella, su matrimonio y la concepción de su hija habían sido las experiencias más significativas en su vida. Creía que ya había vivido a plenitud, que había experimentado todo lo que podía ofrecer la emoción del enamoramiento y la pasión. Había contraído matrimonio, lo había consumado, había dado a luz a su más hermoso tesoro. Después de eso había estado con normalidad hasta que se había separado de su esposo. Esa, sin duda, era la conclusión de su magnífico romance. Solo se amaba una vez, por lo que su historia de felicidad ya había llegado a su fin, y no tenía ganas, ni deseo de empezar una nueva. Pero, ¿y si Helena se hubiera equivocado? Si aquel hombre no era en realidad su amor verdadero, su media naranja. Quizás, ni la había conocido. Aunque ya había enterrado esas emociones, ¿sería posible que su alma gemela volvería a encender todos esos sentimientos de energía, fuego y ardor en ella?
A Helena Hall la vida le tenía otros planes que removerían cada fibra de su ser. Aquel muchacho había aparecido de manera inesperada como un terremoto en la tierra o tormenta en los cielos, poderoso y caótico, agitando su alma y su existencia de una manera que jamás creyó posible. El encuentro con ese chico al que le doblaba la edad era tan diferente y único que había sacudido sus cimientos, así como sus valores morales y éticos.
Al principio, Helena había luchado contra esos sentimientos, tratando de convencerse de que no eran reales, que era imposible que a su edad pudiera sentir algo tan intenso de nuevo. Mas, cada vez que lo veía, sentía un torbellino de emociones que no podía controlar. Esos ojos varoniles, llenos de vigor y fulgor, la miraban de una manera que hacía que su corazón latiera con fuerza y que despertara en su espíritu el enardecimiento que había dejado en su juventud. Esa sonrisa, deslumbrante y sincera, tenía el don de desarmarla, de hacerla sentir vulnerable y expuesta. Esa voz, profunda y cálida, resonaba en sus oídos como una melodía que no podía dejar de escuchar. Y todo había dado comienzo ese día, cuando habían convergido de manera inesperada y se había vuelto cómplices de un crimen de amor que estaba por suceder. Sí, no había duda, todo había comenzado con su colisión...