/0/17097/coverbig.jpg?v=7856395a5a100635f3d3ca0dd34757d7)
El teléfono sonó, rompiendo el silencio gélido de la sala de espera. Mi madre estaba gravemente enferma, solo un tratamiento experimental en Houston podría salvarla, y Álex, mi esposo, el hombre al que había dañado en nuestra vida pasada y a quien ahora intentaba amar, era mi única esperanza. Pero su voz al otro lado de la línea cortó el aire: "Pagaré todos los gastos, Isabella. Con una condición: que renuncies a todo mi patrimonio y aceptes públicamente mi relación con Lorena Pineda". Sabía, por la frialdad de sus ojos, que él también recordaba nuestra vida pasada, el dolor de mi traición y el desprecio con el que yo traté su amor. Me convertí en su prisionera, firmando papeles que me despojaban de todo. Él desfilaba con Lorena frente a mis ojos, me humillaba, me recordaba secretos íntimos de un pasado que solo nosotros dos conocíamos. Intenté escapar con un divorcio, pero la trampa de Lorena en una gala benéfica, con fotos comprometedoras proyectadas para acusarme, lo desató todo. Álex, ciego de ira, me abofeteó y me obligó a arrodillarme frente a ella. Una noche, derramó agua hirviendo sobre mi mano, como castigo. ¿Por qué tanta crueldad? Yo solo quería amarlo y reparar mis errores, pero él solo me ofrecía tortura. Su abuelo, Don Fernando, cayó herido tras una farsa de Lorena, y Álex me culpó, llevándome a la cima de una montaña, amenazándome con mi fobia a las alturas para que confesara. La injusticia me quemaba más que mi propia piel, la incomprensión era agonizante. Ya no podía más. Comprendí que la única forma de romper este círculo de dolor era desaparecer. Decidí fingir mi propia muerte para escapar de un tormento que no aceptaba mi arrepentimiento, para poder, por fin, ser libre.