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(DFA) Paso 1: Adopción

(DFA) Paso 1: Adopción

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Contenido

En medio de una estepa, una aldea (entre las tantas que hay) trata de vivir cómodamente, a pesar del ambiente caluroso y seco donde les tocó establecerse. Una madre, su hija y su nieta, son parte de las tantas familias que conforman la comunidad. Una mañana las sorprende la tragedia, cuando la nieta muere abruptamente. Devastada, la mamá de la pequeña tiene pocas fuerzas para seguir viviendo, hasta que la buena fortuna le sonríe con una nueva oportunidad. Primer tomo de la trilogía: "Descubriendo a la familia adecuada".

Capítulo 1 Una madre afortunada

Aviso importante

Todos los personajes principales y secundarios de la siguiente historia son furrys: animales antropomórficos que actúan igual a un ser humano.

Viven en un mundo ficticio (Pérsua Ifpabe), donde los furrys y los animales salvajes comparten los mismos hábitats.

Hay un apéndice al final del libro donde explicaré el significado de varias palabras y algunos puntos importantes; esas palabras y explicaciones estarán marcadas con un asterisco y un número.

Disfruten de la lectura.

«La familia es lo primero en que pensamos. Entre nosotros nos cuidamos; juntos caminamos y juntos aprendemos. Solo adentro de la tribu se puede sobrevivir; afuera, es una muerte segura».

Dicho popular de los habitantes de la sabana Hulof.

El paisaje es el planeta Pérsua Ifpabe, cerca de los límites entre la estepa Jart y la sabana Hulof. Un lugar donde vive una gran variedad de flora y fauna, aunque la mayoría del año impera el pasto color café y la tierra seca, calentada por el sol despiadado; solamente en las cercanías de los lugares sagrados donde hay lagos, ríos o estanques, colorean de verde ciertas zonas del rudo ecosistema.

No hay territorios delineados; en su lugar, tribus nómadas protegen los límites de sus aldeas, tratando de sobrevivir o viviendo cómodamente. Hay comunidades carnívoras y herbívoras; por obviedad, las sociedades que comen plantas y pasto tienen que vivir con doble cautela. Nadie quiere ser la comida de alguien más, pero así son las reglas en el reino salvaje; por lo menos, uno (o varios) tiene que sacrificarse para mantener el equilibrio natural.

Los felinos son los cazadores por excelencia en estas tierras, por ejemplo la tribu Khértar; una de varias tribus de leones antropomorfos que viven en los alrededores. Toda la sociedad vive bajo la garra de un poderoso rey de nombre Masse junto con dos príncipes; ellos son sus hijos mayores y los más fuertes (*1).

Es la tarde cuando una habitante omega regresa apurada a su casa; ha recogido algo de la caza del día, consiguiendo dos muslos de ñus.

Su nombre es Kamunyak.

Ella posee cabellera humana larga color castaño oscuro, separada en varias trenzas medianas; al igual que la mayoría del resto de sus parias felinos, sus ojos son color miel con esclerótica amarillo claro.

Dado que viven en una zona muy calurosa y están a kilómetros lejos de cualquier civilización «moderna», la indumentaria de la tribu Khértar es simple. Kamunyak viste un taparrabos largo que termina debajo de sus rodillas; la tela colgante en la parte trasera es más ancha que la delantera. Una simple tela cruzada que se amarra en la nuca, cubre un par de senos un poco grandes.

Ella logra mantener un peso ideal y un cuerpo atlético gracias al ejercicio diario que realiza; en estos momentos es la época de sequía, por lo que su cuerpo perderá varios kilos, pero los recuperará en la época de lluvias. Así ocurre con casi todos los aldeanos restantes.

Ya en su hogar, Kamunyak se reúne con su hija de ocho años de edad.

—¡Mamá! ¡Mamá! —grita la pequeña Delu de alegría, corriendo directamente hacia ella—. ¿Qué trajiste para comer? —pregunta sin dejar de saltar.

—Hoy comeremos ñu —dice la madre con tranquilidad, dejando la pieza de carne sobre un tapete de mimbre.

—¿No había carne mejor? —pregunta la abuela seriamente, quien también vive bajo el mismo techo; se encuentra sentada en otro objeto similar.

—No. Llegué casi al último y esto es lo poco que quedaba —comenta Kamunyak después de soltar un resoplido de frustración.

La familia prepara la carne para asarla solo un poco, dejando la mayoría todavía cruda; una comida normal en un día cualquiera.

En la mañana siguiente, disfrutan su acostumbrado día de madre e hija.

Muy temprano van por el agua para beber durante el día, el cual se las provee un manantial cercano; desayunan la poca carne de ñu que sobró ayer.

Kamunyak y su hija empiezan el tiempo de juegos, distrayéndose con el juego preferido de los cachorros de la tribu: las atrapadas. Corren, ríen y se divierten, hasta que ambas terminan exhaustas; toman juntas una ligera siesta para recuperar fuerzas. Cuando despiertan todavía es la mañana, así que deciden darse un baño refrescante en una laguna cercana. Al llegar al lugar, Delu encuentra a varios amiguitos, empezando a jugar con ellos, mientras que Kamunyak conversa con un par de compañeras cazadoras.

Antes de comer Delu le ayuda a su madre, al mismo tiempo que sigue practicando del arte de la cestería; leona y cachorra elaboran una cesta diferente cada dos o tres días. La pequeña escucha atentamente las clases de su mamá, feliz de aprender más de este arte con cada lección.

Una vez que la familia de tres calma su hambre por otro día, abuela y madre le comparten a la pequeña sus anécdotas de cuando iniciaron su entrenamiento, llegando a ser las cazadoras expertas que son ahora. El entrenamiento de la cachorra Delu empezará dentro de pocos años, pero desde hoy tiene que tener en mente los desafíos que le esperan.

Llega la noche y con ella la gran lámpara circular nocturna en los cielos: la luna.

—Mamá, ¿crees que seré igual de fuerte que tú? —inquiere la cachorra mientras se acuesta en su tapete.

Un pequeño plato de metal con fuego en medio es la lámpara casera; el combustible es grasa animal combinado con aceite vegetal.

—Por supuesto que sí. Serás una grandiosa cazadora —le confirma Kamunyak, acariciando su cabeza.

—Voy a atrapar muchas presas; así nunca tendremos hambre.

—Muy pocas veces tenemos hambre.

—Sí, pero varios amigos siempre tienen hambre. Casi no comen.

—Pronto habrá comida para todos. Ahora duérmete, pequeña cazadora —susurra Kamunyak con una sonrisa, frotando mutuamente las mejillas con Delu.

Termina otro día de descanso, empezando el día laboral. Kamunyak tiene que acompañar a sus amigas para conseguir la comida de hoy. Siempre unos grupos de omegas descansan un día y a la mañana siguiente salen a cazar. Usan lanzas o estiletes rústicos como primera arma; para emergencias quedan sus filosas garras, dientes afilados y sobre todo la fuerza legendaria de los leones.

El grupo de la madre viaja un tanto, hasta encontrar un par de jirafas salvajes. Los alimentos siempre varían: animales salvajes o aldeanos de otras tribus antropomorfas.

—Bien, hoy vamos a comer jirafa —comenta la pareja cazadora de Kamunyak.

Ambas están pecho a tierra, escondidas entre el alto pasto.

—Perfecto —festeja Kamunyak lo más discretamente posible—. A mi hija le encanta esa carne.

—Has tenido suerte todo este tiempo; muchos apenas si pueden sobrevivir hoy en día.

—Ellas tienen la culpa, por tener hijos que no pueden alimentar. Por eso yo solo quise una cría; por suerte fue una niña. Mi princesita me da el ánimo y las fuerzas para cazar.

‡ ※ ‡

Ya de regreso a la aldea y usando sus amistades especiales, Kamunyak consigue un buen pedazo de jirafa. Se dirige muy emocionada a su hogar; no puede esperar a ver la cara de su niña cuándo le muestre la comida de hoy.

La leona abre la puerta de madera, encontrando la casa vacía.

Es una vivienda circular muy simple, con unas pequeñas rocas rodeando un espacio en el centro, donde se coloca la madera para la fogata o el tazón de metal para los aceites inflamables. Tres tapetes largos hechos con mimbre son las camas; uno tiene la piel de una leona antropomorfa sobre el montón de hojas y pasto, que sirven para ablandar el duro suelo. El poner la piel de un familiar muerto a manera de colchón es un tanto «raro»; pero de esa manera (a según ellos), los familiares tardan más tiempo en «irse». Hay varias pequeñas ventanas circulares en toda la pared de barro de la choza, permitiendo que los rayos del sol entren en el hogar ajeno durante una parte del día. Debido a que son los materiales que sobran en las cercanías, el techo está formado con hojas de palmera, aparte de que también han usado paja; el tercer material más indispensable para la comunidad.

Suponiendo que sus familiares han salido a pasear, Kamunyak deja la comida y busca a su hija entre la aldea.

Revisa por todos lados, hasta que llega a la casa de las guardianas de las máscaras; especialistas en ahuyentar a los espíritus malignos. Ahí encuentra un gran alboroto; tambores, danzas, cantos y gritos son las claras señales de que hay una limpia en proceso.

Por simple curiosidad Kamunyak se abre paso entre los aldeanos, divisando a sus seres queridos. Su madre está sentada junto a Delu, entonando el canto colectivo; la niña está acostada en el suelo y sobre un tapete-cama. Al mismo tiempo que reposa, las guardianas cantan alrededor de ella; sujetan con una mano largas escobetas rústicas hechas con paja y pasto seco, las cuales frotan ligeramente sobre el cuerpo de la cachorra. La pequeña no deja de toser.

Abriéndose paso, la cazadora se reúne con sus familiares.

—¡¿Qué le pasó?! —indaga Kamunyak, claramente muy preocupada.

—No lo sé —responde la abuela, haciendo una pausa en sus cantos—. Después de que te fuiste, se empezó a quejar de dolores de cabeza. Hace poco que tiene mucha tos.

Media hora después, la tos se va y parece que Delu se ha recuperado; todos festejan por el éxito de las guardianas. Ellas explican que alguien ha usado magia negra, y por eso los malos espíritus entraron en la pequeña; Kamunyak se niega a creer tales historias. A pesar de que la tribu cree en fantasmas, brujería y demonios, ella nunca quiso unirse a la religión popular.

De regreso a su morada, Kamunyak prepara diferentes tés; recetas familiares para diferentes malestares. En la noche, todo indica que su hija estará curada en la mañana.

—Sí que nos diste un buen susto —manifiesta sonriente la madre, hincada al lado del cuerpo de su hija, quien se encuentra acostada sobre su tapete.

—Perdón mamá —se disculpa la cría con voz débil. Ya solo sufre de leves dolores en todo el cuerpo.

—No te preocupes. Duerme todo el tiempo que puedas. Mañana encontraremos más jirafas.

—Qué bien —celebra la pequeña Delu, esforzándose para sonreír.

—Buenas noches, yuba (*2). Descansa —le susurra su madre.

—Buenas noches, uwá (*3).

Se apaga la lámpara hogareña, dejando solamente la luz nocturna natural. La noche avanza tranquilamente, mientras que un alma deja la tribu.

En la mañana Kamunyak es la primera en levantarse.

Se acerca con su hija, tratando de despertarla; pero por más que le habla no lo logra. Carga a Delu, dándose cuenta que su cabeza y brazos no reaccionan de ninguna forma, quedando colgando sin nada de vida; los párpados se mantienen cerrados, negándose a mostrar un par de ojos en blanco. Llamándola en voz alta sin parar es como su madre intenta reanimarla; inclusive sacude el cuerpo en varias ocasiones. Pasan minutos de desesperación sin nada de resultados. La anciana madre de cincuenta años consuela a su propia hija por largo rato, tratando de que acepte la triste realidad.

En la tarde avanzada entierran a la cría en el panteón infantil, después de realizar el ritual fúnebre correspondiente; en ese lugar Delu acompañará a otros que han adelantado su viaje al más allá. En el resto del día Kamunyak llora por la muerte de su primer y única hija que parió a los dieciocho años. Una parte muy adentro de su cuerpo se ha roto en miles de pedazos, culpando a una maldición de su mala suerte; un maleficio terrible que padece desde hace varios años y que nadie más sabe de él.

Los siguientes tres días son un infierno para ella. La vida ya no tiene sentido y ya no le interesa alimentarse; rara vez tiene hambre. Es un alivio que su madre siga a su lado, reconfortándola en gran manera; aunque, el suicidio ha sido una idea recurrente en la mente de su hija. El sentido de responsabilidad que tiene de abastecer los alimentos para el resto de la comunidad, es la débil fuerza que evita que se quite la vida.

La primera cacería en que participa Kamunyak, a la mañana siguiente del entierro de su cachorra, es todo un desastre; su grupo pierde a varias presas, regresando con apenas una pequeña cebra. Todas la culpan de su mala suerte, a excepción de una compañera; ahora le toca cazar otra vez, habiendo transcurrido un día de descanso.

Repitiéndose la misma historia, las primeras presas (unos jabalíes salvajes) escapan frente a las narices de Kamunyak. Trata de atraparlos lanzándose encima; pero sus reflejos son lentos, cayendo de cara al suelo. Un par de amigas suyas se le acercan mientras se quita la tierra del cuerpo.

—¿Estás bien? —le pregunta una.

—Sí, estoy bien —responde Kamunyak muy deprimida.

—Tendremos… suerte con la siguiente comida —dice la otra amiga, sin saber qué comentar.

Poco después llega la capitana del grupo, dirigiéndose directamente con Kamunyak. Apenas está frente a ella, la capitana le da una fuerte bofetada con el dorso de su garra. Es tan tosca que casi parece un puñetazo; Kamunyak se queda en el suelo, palpándose la zona del golpe.

—¡¿Otra vez?! —le grita la leona beta—. ¡Ya supéralo, omega chillona! ¡Si regresamos nuevamente con una miseria de carne, me cercioraré que seas azotada hasta que te desangres! —Acabado el regaño, se dirige con las otras dos—. ¡Vámonos! ¡Hay que encontrar nuevas presas!

«Eso no suena tan mal», se dice Kamunyak mentalmente, comenzando a seguir al grupo; «me ayudarían a dejar esta vida de sufrimiento».

El grupo de cazadoras camina otro trecho hasta encontrar a una manada de cebras salvajes; escogen a tres, coordinándose para un ataque sigiloso. Logran capturar a dos sin problemas; mas la tercera se las ingenia para escabullirse entre las leonas. Debido a un breve impulso de adrenalina, Kamunyak persigue a la comida fugitiva por largo tiempo, alejándose de su grupo; luego de una larga carrera se detiene a recobrar el aliento, dejando que la cebra escape.

Desamarra una cantimplora rústica de barro que tiene atada en la cintura, apaciguando la sed que le ha llegado; una vez que recupera las fuerzas, vuelve a atar el pequeño contenedor de agua y da un vistazo alrededor, tratando de divisar a sus compañeras. Un segundo después descubre algo a escasos metros.

—¿Qué es eso? —le pregunta la leona al viento.

Entre el alto pasto, alcanza a distinguir una mancha negra; más abajo, están un par de ojos que la miran atentamente. Alguien la está espiando. Poco a poco empieza a caminar hacia el espía, sin dejar de revisar alrededor.

Dándose cuenta de que la han descubierto y temiendo por su vida, una niña-impala sale corriendo de su escondite. Kamunyak la persigue, obedeciendo a su instinto salvaje, hasta que la cría se tropieza y cae. Su muerte se aproxima rápidamente; lo único que puede hacer, es acurrucarse lo más que puede, cubrir su cara con las manos y llorar todo el tiempo.

Kamunyak llega con su lanza preparada para dar un golpe directo; pero al calmarse y mirar más detenidamente la escena, su naturaleza materna sale a flote. Siente pena por la pequeña, para luego preocuparse.

—¿Te lastimaste mucho? —le pregunta la felina, al tanto que se hinca a su lado y deja la lanza en la tierra.

En los primeros segundos la impala no le hace caso, siguiendo con su llanto.

—Tranquilízate —le dice la leona, colocando su mano en el hombro de la cría—. No te voy a comer. Lo prometo.

Todavía dudando, la niña de ocho años deja lentamente su rostro al descubierto; al igual que la cazadora se hinca justo en frente de ella, pero no deja de llorar ni de temblar.

Al verla, Kamunyak siente un breve momento de nostalgia, recordándole los últimos momentos con su hija, deseándole buenas noches. Hay algo especial en esos iris color verde jaspe claro, acompañados con pequeñas pupilas verde azulado muy oscuro, junto con una esclerótica negra. Esos ojos tan peculiares la observan detenidamente, llenos de lágrimas, miedo y dolor.

Depredadora y presa se mantienen calladas, mirándose mutuamente y conociéndose en completo silencio.

Un rasgo en común que tienen las dos hembras disparejas, es una cabellera humana larga; la niña herbívora posee cabello color pelirrojo cobrizo oscuro.

Al igual que las hembras de su especie, la pequeña no tiene cuernos. La mayoría de su cara es de color marrón anaranjado, excepto alrededor de sus ojos y la punta de su hocico; esas zonas son blancas. Hay una mancha negra peculiar en forma de remolino con un punto en el centro, abarcando la parte superior de su largo hocico. A ambos lados del mismo, desde la boca hasta los ojos, hay dos líneas: una negra y otra blanca. En la frente tiene otra mancha negra en forma de rombo, pero los ángulos de ambos lados (derecha e izquierda) están muy alargados y curvados, casi tocándole unas cejas finas que son del mismo color del cabello. En las puntas de sus largas orejas, las cuales mantiene abajo, también hay manchas negras.

Los taparrabos de ambas son idénticos; mientras que la parte superior de sus conjuntos simples son muy diferentes.

Kamunyak desvía su mirada hacia el brazo izquierdo de la cría, todo lleno de raspaduras. Desata su cantimplora y la acerca; pero la infante parece que va a salir corriendo otra vez.

—Quédate. No te voy a hacer daño —le trata de convencer la cazadora, suplicando para que no se vaya—. Solo quiero lavar tus heridas.

La cría se queda dudando por unos momentos.

—Está… bien —dice la pequeña, inclinándose a un lado.

Kamunyak usa solo un poco de agua.

—Ahora espera.

La leona se desata la tela cruzada que cubre su torso y busto, usándola de vendaje improvisado para las raspaduras que abarcan desde el hombro hasta el codo.

—Listo —anuncia ella con una sonrisa, luego de cortar con su daga larga la tela sobrante—. Sentirás un poco de ardor por unos momentos.

—Gra... Gracias —dice la niña, volviendo a hincarse y dejando de llorar poco a poco; su cuerpo tembloroso también se calma lentamente.

—Ten. Bebe un poco. —Le invita Kamunyak, dándole su cantimplora.

La impala toma el recipiente y da un par de tragos largos; calmada su sed, le regresa el objeto.

—¿Tienes nombre, pequeña? —indaga la leona mientras se amarra su cantimplora.

—Siara. Mi nombre es Siara.

—¿Dónde están tus papás? —indaga la leona, levantándose y mirando a todos lados.

—No están cerca. Estoy perdida desde hace dos días.

—¡¿Dos días?! —exclama la cazadora, combinando sorpresa con preocupación al tanto que vuelve a hincarse—. ¿Cómo has sobrevivido? ¿Tienes mucha hambre?

—Me enseñaron lo esencial antes de perderme. Sé dónde conseguir agua y siempre me cuidaba de los depredadores.

—¿Cómo es que…

Interrumpiendo el momento otra leona se aparece, dirigiéndose directamente hacia Siara; sus intenciones no son nada buenas. Oportunamente Kamunyak se interpone en el camino, aventándola hacia un lado para evitar que lastime o atrape a la niña.

—¡No la toques! —le grita la cazadora a su compañera de grupo, mostrando sus filosos dientes todo el tiempo y adoptando una posición defensiva.

La impala se mantiene atrás, sin separarse de su nueva rescatadora.

—¿No piensas compartir? —pregunta la segunda hembra, ya parada y recuperada de los golpes leves. No hay respuesta, salvo ligeros rugidos—. Ya veo. Quieres hacer un trueque para conseguir el rango alfa —comenta tranquilamente la atacante inoportuna—. No creo que lo logres. Ya estamos regresando a la aldea; no te atrases tanto.

Kamunyak y Siara obtienen otro tiempo a solas, pero es poco. La leona sabe que no puede llevarse a la impala; es demasiado peligroso, y es un delito en contra de todas las leyes de la naturaleza.

Trata de alejarse sin despedirse, de esa manera no le costará trabajo hacerlo. Apenas si le da la espalda y da un par de pasos, Siara se le acerca y abraza.

—Por favor. No me dejes —le suplica la cría toda asustada, aferrándose a su única oportunidad para seguir viviendo.

El instinto maternal es demasiado fuerte, ganándole por mucho al sentido común.

—Nunca lo voy a hacer —dice Kamunyak mientras abraza a su nueva hija.

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Recién lanzado: Capítulo 3 Te lo dije   01-20 11:51
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