De camino a casa con Alonso al volante, me preguntaba algo...
-Alonso, ¿tú te llamas Fernando por casualidad?
-Sabe que no, Dante, mi nombre es Alonso, no es apellido, ¿por?
-Porque parece que vamos por un circuito de Fórmula 1, ¿te importaría
bajar un poco la velocidad?
-Yo creía que a usted, por su profesión, le encantaba.
-Que haya fundado una aerolínea no quiere decir que tenga que estar todo
el día volando, hazme el favor, que me gustaría llegar de una pieza a casa.
-Vale, vale, no se preocupe que ahora mismo aminoro.
Lo miré por el rabillo del ojo porque no las tenía todas conmigo. Desde que
mi anterior chófer, Rafael, se había jubilado y me había propuesto a su hijo
Alonso para el cargo, las cosas no eran las mismas.
Ya me lo decía mi terapeuta, Pablo, que yo tenía que aprender a decir que
no y más en el puesto que ocupaba, pues ser el fundador de una aerolínea de
bajo coste que había subido como la espuma en los últimos años en bolsa
era lo que tenía.
A mis cuarenta y un años, me había convertido en lo que puede decirse un
hombre de éxito, de mucho éxito. Como podréis comprender, uno no funda
una aerolínea de la noche a la mañana, con veinte euros en el bolsillo, no.
Todo empezó gracias a la fortuna de mi padre, que siempre fue un hombre
de negocios del sector. Él era español y se afincó en París, donde conoció a
mi madre, una parisina llamada Dorothy que lo complementó como nadie.
Gracias a su empuje económico, vi cumplido el sueño de mi vida con poco
más de treinta años, por lo que formé parte del elenco de los empresarios
más ricos de Europa siendo jovencísimo.
Lo mejor que tienen ciertos puestos como el mío, a mi entender, es que no
eres una cara conocida para el gran público, como puede ocurrirle a actores,
cantantes y demás. No, mi nombre podía salir en la lista Forbes, pero eso no
significaba que la gente me reconociera por la calle.
Aquel día volvía a París, a mi casa, después de una agotadora semana de
trabajo que me había llevado por varios países de Europa.
En ese instante recibí un mensaje de Scarlett, con la que había pasado un
par de noches.
Ella: "Ahora llegarás a París y te esfumarás, como haces siempre"
Yo: "Ya sabes que soy libre como el viento"
Ella: "Algún día tanta libertad te pasará factura"
Yo:"Me lo anoto en la agenda para tenerlo en cuenta, preciosa"
Digamos que yo era un alma libre y que el compromiso, de solo
mencionarlo, como que me daba un repelús impresionante. Sí, tenía fama de
ser un soltero de oro de esos que no abandonan su soltería ni a tiros.
En la vida, todo suele tener un porqué y detrás de mi empedernida soltería
se encontraba lo ocurrido en su día con la madre de mi hija Genoveva, con
Giuliana.
De Giuliana me enamoré con locura cuando solo tenía veinticinco añitos y
por entonces hubiera jurado que era la mujer de mi vida. Cuatro años
después vino al mundo Genoveva y con la niña llegó su marcha, dando al
traste con mis planes de matrimonio.
Giuliana era una reputada modelo italiana, dueña de un físico imponente y
con un don de gentes que no era menor. Ella tenía mi edad y puedo afirmar
sin miedo a equivocarme que ejerció sobre mí una especie de hipnosis que
no desapareció hasta el día que me dio a probar una amarga dosis de
realidad, dejándonos a la niña y a mí.
Por mentira que pueda parecer a ella la maternidad le vino grandísima y
cuando Genoveva tenía tres meses dio un portazo y nos dijo "arrivederci".