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El día que mi hijo Leo murió, el sol de La Rioja brillaba cruelmente mientras yo, Isabella, enóloga de la bodega familiar, me preparaba para la vendimia. Todo parecía normal; mi marido, Javier, me pidió que llevara a Leo a la escuela infantil, algo que hice sin dudar. Horas después, mi mundo se hizo pedazos cuando la tutora de Leo me llamó: él nunca llegó a la escuela. El pánico se apoderó de mí, y poco después, encontraron a mi pequeño ahogado en un antiguo lagar de piedra. La policía me mostró una grabación: una mujer idéntica a mí, con mi misma ropa, asfixiando a mi hijo. "¡Esa no soy yo!" grité, pero nadie me creyó. Javier me miró con odio, llamándome "monstruo", mi suegra Carmen se desmayó maldiciéndome, y la prensa me destrozó como "La Enóloga Asesina". Acabé condenada, encarcelada, mis padres murieron de dolor y, finalmente, también yo morí a manos de otras reclusas, sin entender por qué. Pero luego, abrí los ojos. Estaba en mi cama. Mi marido, Javier, entró del baño y con la misma sonrisa y las mismas palabras exactas me preguntó: "Isabella, cariño, ¿puedes llevar tú a Leo a la escuela infantil?". Era el mismo día. Había vuelto. Esta vez, todo sería diferente.