/0/17666/coverbig.jpg?v=173f0b80b97c472452e4514cc65c3a3f)
El aire acondicionado luchaba contra el calor de la Ciudad de México, pero un frío gélido me calaba los huesos mientras me miraba en el espejo. Hoy era el día para ver a mi hija Luna, un ritual doloroso que me exigía aparentar una serenidad que no sentía. Pero el espejo también reflejó otra imagen: el destello de unos faros, un chirrido de neumáticos, y luego el hospital. Me dijeron que había sufrido amnesia parcial; mi pequeña Luna, una lesión en la columna que la dejaría con una discapacidad. Ricardo, mi esposo, lo llamó "una complicación" y me despojó de Luna, entregándola como un paquete a Valentina, su amante, que hasta entonces creía "mi amiga". La primera noche que volví a verla en la mansión, Luna apareció con la frente sangrando. Ricardo me ignoró, y defendió a Valentina. "Los niños se caen, Sofía. No seas histérica." Fue entonces cuando la rabia me consumió, y abofeteé a Valentina. Ricardo, sin dudarlo, me echó de su casa. Me arrancaron de mi hija, de mi vida, de todo. No entendía cómo la mujer que amaba a mi hija podía ser tan cruel. Pero mientras me hundía en la desesperación, una voz en mi interior me susurró que este no era el final. Me fui, pero le hice una promesa a la mujer de hielo, Doña Elena, la madre de Ricardo: "Volveré por mi hija. No con su dinero, sino con la ley."