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Mi vida era un campo de agave azul, el legado de mi padre, cultivado con sudor y amor, prosperando junto a mi hermano menor, Yuze. Éramos inseparables, su inocencia mi mayor tesoro, su seguridad mi única misión. Pero el mal acechaba, y llegó no en la oscuridad de la noche, sino a plena luz del día, con la brutalidad de la impunidad. Los hijos de los caciques del pueblo, sedientos de nuestra tierra, masacraron a Yuze; su rostro, antes vibrante de juventud, se convirtió en una masa irreconocible de sangre y heridas, una cicatriz imborrable. Busqué justicia, pero las puertas se cerraron. La policía, comprada, se encogió de hombros, hablando de "peleas de jóvenes", mientras las risas de los culpables resonaban desde sus camionetas de lujo, empujándome de la comisaría, humillada, con mi hermano gimiendo de dolor en la cama y la amenaza de perder nuestro hogar. ¿Cómo era posible tanta injusticia? ¿Cómo podían escapar impunes, riéndose de nuestro dolor, de nuestra desesperación? ¿Qué clase de país permitía que los poderosos pisotearan a los inocentes sin consecuencias? La impotencia me ahogaba, cada lágrima una gota de veneno. Entonces, recordé las últimas palabras de mi padre: "Hija, si alguna vez la ley te falla, busca en el corazón del viñedo. Allí dejé nuestra última defensa." Encontré un mapa, con una nota para el Jefe de la Policía Federal. No había vuelta atrás. Con mi hermano a cuestas, viajé a la capital. Mi historia, difundida por los medios, atrajo la atención de quienes me arruinaron. Me rodearon, riéndose, el líder arrancando el mapa. "Perr@ estúpid@", me dijo. Él no sabía que sus palabras de burla, el mapa roto, la violencia: todo eso eran los catalizadores de mi sed de venganza.