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El carruaje se detuvo frente a la vieja casa de mi tía, y el aire familiar de la capital se sintió extrañamente ajeno tras cinco largos años en la frontera. Mi tía Carmen me recibió con lágrimas en los ojos, exclamando: "¡Has vuelto! ¿Sabes cuánto te ha esperado la Princesa Sofía?". Ese nombre fue una bofetada helada, un viaje instantáneo a un pasado que intenté borrar. Ella, la Princesa Sofía, mi prometida de la infancia, me había humillado públicamente el día de mi graduación en la academia. Frente a toda la corte, me miró con desdén y me abofeteó, gritando: "¿Tú? ¿Un simple plebeyo crees ser digno de mí?". Su primo, el Capitán Diego, me sonrió triunfante mientras se la llevaba, dejándome de pie con la mejilla ardiendo y el corazón hecho pedazos. Pocos días después, el Emperador me exilió a la desolada Frontera Norte, un castigo disfrazado de asignación militar. Mi tía suspiró, intentando revivir un pasado que ella creía aún posible, pero yo la detuve: "Tía, las cosas no son como antes." Mi voz sonaba más grave, más cansada; la frontera te cambia. "¿Qué dices?", preguntó, confundida. Entonces solté la verdad que lo cambiaría todo: "Estoy casado. Y tengo una hija." El silencio fue ensordecedor; su incredulidad se transformó en horror, como si hubiera traicionado al imperio. Pero justo entonces, Elena, mi esposa, entró de la mano de Luna, nuestra hija, una niña de grandes ojos oscuros. "Papá, ¡mira lo que me compró mamá!", exclamó Luna, mostrando una muñeca de trapo, y el calor de su abrazo curó cualquier vieja herida. Mi tía las miró boquiabierta, sin entender la serena dignidad de Elena, ni la felicidad genuina que irradiaba mi nueva familia. Esa noche, encontré una vieja carta de Sofía, la que me envió con el peine de jade. Al examinarla de cerca, descubrí que había sido falsificada. La verdad original era devastadora: "Miguel, mi primo Diego me está presionando... No le creas. Todo es una farsa. Confía en mí. Te amo. Nos vemos en tu graduación." De repente, el pasado cobró un nuevo y retorcido significado, revelando una traición inimaginable. Al día siguiente, tomé una decisión inquebrantable. Entregué el peine y las dos notas a un mensajero de confianza para que se los llevara a la Princesa Sofía. No buscaba explicaciones ni confrontaciones; solo quería cerrar ese capítulo para siempre. Una semana después, llegó una invitación a nuestra casa, una orden disfrazada: la Princesa Sofía me invitaba, a mí y a mi "familia", a una recepción en el palacio. Elena me miró con comprensión. "Quiere verte", susurró. "No vamos a escondernos, somos tu familia, y ella necesita verlo." El enfrentamiento final de mi pasado contra mi presente, estaba por comenzar.