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Un vampiro resentido, lleno de odio encuentra una nueva debilidad para los de su raza y en su intento por hallar como hacerse de este descubrimiento, descubre mucho más... incluso el amor
Sentía el aire frio correr con gracia y velocidad bajo mis pies, sólo mis talones estaban apoyados en una dura y helada superficie. Un poste de Luz.
Ahí estaba, con todo mi peso sobre los talones, de cara al cielo nocturno y con los ojos cerrados dejando que la brisa de esa noche de invierno me rozara la piel. Extendí mis brazos para que cada gota de lluvia me mojara por completo. Era una de las cosas con las que realmente me sentía bien. Volviéndome uno con la naturaleza, dejando que ésta se uniera a mí en la manera más básica y sencilla.
Escuchaba con claridad cada auto que corría a toda prisa por la carretera, -aunque ésta estuviera a más de quinientos metros- cómo chirriaban las ruedas sobre el asfalto, incluso podía oír la canción que tocaba la radio de cada vehículo que pasaba cerca. También los desafinados acompañamientos de los conductores. Santos cielos, ellos podrían callarse mejor, opacaban el bello ulular de los animales nocturnos que andaban de caza. Su perfecta sinfonía se veía ennegrecida por los aullidos desgarrados de esos humanos.
¿Qué más podía pedir? A tan sólo una hora de aquí se encontraba una de las ciudades más colapsadas e importantes del mundo. Nueva York. Mucha gente transitaba aquella carretera y si buscaba paz, no estaba en buen camino, de hecho, debería volver a Glencoe si quisiera aislarme de esta movida civilización. Pero no, acá estaba yo, acercándome cada vez más a una ciudad infestada de humanos que corrían a cada minuto sin saber por qué, nuevamente.
Después de casi un siglo, volvía a esta ciudad. ¿Cuánto habría cambiado? ¿Qué me deparaba? ¿Sucedería algo emocionante? La verdad era que esperaba algo así, mi vida había sido un poco aburrida durante el siglo que estuve en mi tierra natal. Pareciera que todos los de mi raza decidieron irse a lugares donde el índice de mortalidad no fuera algo de lo que preocuparse. Bueno, ahora yo también seguía su ejemplo.
-No puedo creerlo -oí a mis pies, unos cuatro metros más abajo- ¿Eres tú, Zacharias?
Esa voz jamás la olvidaría, estaba en todos mis sueños -más bien pesadillas- y en cada uno, anhelaba con cortar esa garganta y hacerlo rogar mi perdón. Maldito infeliz que me quitó lo que era mío y me condenó a una vida en soledad.
-Duncan... -gruñí entre dientes- ¿Qué haces aquí? -bajé mis brazos disgustado y lo miré. Estaba igual que siempre.
-No has cambiado nada, pequeño mío -de un solo salto llegó a mi lado, instintivamente me puse alerta preparado para atacar, pero sabía que él no haría nada... aún.
-No soy tu pequeño y de una buena vez dime qué haces acá.
-No, no, no, pequeño Zacharias, esa no es manera de hablarle a tu creador, a tu padre -me reprendió el muy condenado.
-¡Ya te dije! Tú no eres nada mío y no te debo ninguna clase de respeto, eres sólo el infeliz que me obligó a ser lo que soy ahora.
-No te quejes, porque muy bien sé que te gusta ser un vampiro -espetó mostrando los colmillos blancos.
-¡Vete al infierno! -bramé antes de saltar y alejarme de él corriendo.
-Nos volveremos a ver, pequeño Zacharias, estás entre los míos y aún quedan muchas cosas pendientes entre nosotros... -su voz se fue apagando mientras corría por entre los árboles lejanos a la carretera.
Miserable, miserable, miserable.
No podía creer que llegué al mismo lugar donde estaba el peor de los vampiros, el más envenenado de todos, el más demente y, para mi mala fortuna, el que me convirtió en uno de su misma clase... me quitó todo, me arrancó de mi mundo. Pero no se quedaría así, algún día me vengaría de él y no quedaría satisfecho hasta verlo exhalar su último aliento.
Seguí corriendo hasta llegar a los límites de la ciudad, ya podía ver los edificios abrirse paso en el firmamento nocturno y las luces de éstos mismos opacar la belleza natural de la noche. Estaba en Nueva York y ahora debía buscar comida antes de que las fuerzas se me agotaran para luego ir hasta el hogar que sería mi refugio el tiempo que decidiera quedarme por estos lados. Agradecía no haber vendido la vieja mansión colonial de cuando anduve por estos lares la última vez.
¿Quién sería mi cena esta noche?
Me disponía a ir hasta los suburbios bohemios de Manhattan, cuando escuché las risas de unos cinco adolescentes. Se oían desorientados y extremadamente «alegres». Bien, esta noche quedaría satisfecho y la ciudad perdería a cinco drogadictos. ¿No era buen negocio? Hasta le ayudaba a la policía a bajarle el negocio a los traficantes. Era un alma tan caritativa.
-¡Ha! -me reí de mí mismo antes de saltar hasta donde iban esos cinco bocadillos.
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