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El legado de las reinas

El legado de las reinas

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¿Puede el amor verdadero superar los más crueles obstáculos? ¿Puede acaso destruir tradiciones o superar el odio, la avaricia y la sed de poder? Rafael es llamado a la mansión de su infancia, para hacer efectivo el testamento que lo nombra heredero de una gran fortuna, y CEO de una empresa millonaria, pero al enfrentarse a los recuerdos y realidades que rodean su herencia se percata de que tiene por delante una horrorosa decisión y de que está arriesgando al amor de su vida por el dinero de su familia.

Capítulo 1 Mi dulce reina

Se despertó con la respiración entrecortada y un dolor punzante en el pecho, dando un salto en la cama que asustó a la chica que dormía a su lado. Ella, se recompuso y con ademanes cariñosos le acarició la espalda desnuda, preguntándole entre bostezos:

— ¿Estás bien cariño?, ¿Pesadillas de nuevo? —

Él intentaba desprenderse del miedo que quedaba en su pecho. Sentado en la cama, respiró profundamente, surcando con los dedos su cabello negro. Se levantó caminando hacia la venta gigante que se extendía frente a ellos. Se detuvo admirando la vista de la ciudad desde la magnificencia de su rascacielos. Trataba de sobreponerse al sabor amargo que dejaban en él siempre aquellos sueños.

La vista del varonil cuerpo desnudo, junto a la panorámica de la majestuosa urbe que despertaba, arrancó un suspiro lujurioso del pecho de la chica que lo observaba desde la cama. Aquella imagen era su concepto de perfección y de felicidad.

— No sé cuánto tiempo podré vivir sin esta vista — murmuró dejándose caer de espaldas en la cama.

— No te preocupes mi amor, no será por mucho tiempo — susurró él. — No tengo el menor interés en regresar a ese agujero decadente. Sólo serán unos días, lo suficiente para hacer frente a todo el papeleo referente al maldito testamento. — resopló — Aun no comprendo porque mi abuelo me ha dejado esa infernal casa. —

— Bueno, amor mío, es la casa donde creciste, ¿cierto? No creo que haya nadie mejor para dejársela. Bueno, según me has contado, no creo que haya nadie más y punto. — acotó ella, con una mirada seductora.

— No lo sé mi vida. Sinceramente solo quiero que todo esto termine, podamos regresar a nuestra vida normal y no pensar en ese lugar nunca más. — dijo él metiéndose de nuevo en la cama, buscando refugio en el pecho de su amada, como un niño asustado.

— Venga ya. Basta de quejas, eres un llorón. Todo va estar perfecto, además así tenemos tiempo de hacer un viaje juntos, que nunca me llevas a ningún sitio. — bromeó ella.

— Ahora vamos, pongámonos en marcha que, si no llegaremos tarde, como a todas partes. — dijo mordisqueándole la oreja.

— No te apures mi bella Alice, aún nos queda tiempo suficiente. — comentó él sonriendo con picardía antes de envolverla en un beso ardiente.

— Dime de nuevo, ¿cuánto tiempo nos tomará llegar? — preguntó Alice recogiendo su rubia caballera en una coleta despreocupada, mientras esperaba frente al coche, con las maletas en el suelo.

— Alrededor de seis horas, si tenemos suerte y no hay mucho tráfico. — contestó él mientras levantaba con prisa las maletas a medio hacer y las lanzaba al asiento trasero.

— Mira que te lo advertí Rafa. — protestó — ahora llevamos un buen retraso por tu culpa. Date prisa. —

— No te escuché quejarte mucho. — le contestó él con una sonrisa lasciva.

Entró al coche, y encendió el motor mientras sus ojos recorrían el cuerpo de la chica con deseo.

— Bastante poco nos hemos demorado, si te soy sincero. —

Alice estalló en una carcajada divertida y acarició sus mejillas con la mano. Rafa sonrió nunca había amado tanto a nadie. Su vida había sido un desfile constante de amores y desilusiones. Lo uno seguía a lo otro, dejándolo sin esperanzas de encontrar a alguien que pudiese amarlo alguna vez. A él y no a su dinero.

Hasta que la conoció, una tarde de verano en un parque. Él estaba solo, sentado en un banco, pensando sobre lo desdichada que era su suerte en el amor. Ella pasó de largo, con un libro frente a los ojos. Sumergida en su lectura, tropezó y cayó de bruces al suelo. Rafa acudió a su rescate, y como en una peli romántica, cayo perdidamente enamorado de sus ojos azules.

La atracción fue mutua y comenzaron a salir. Alice nunca preguntó sobre su coche, su casa, o su salario. Insistía en pagar a la mitad las cenas y le hacía pequeños regalos cada vez que podía. Cuando descubrió por primera vez que su apartamento era un lujoso loft en la cima de un rascacielos parecía más divertida por la vista de la ciudad que por las comodidades que la rodeaba.

Se negó a cada regalo extravagante que Rafa pretendía hacerle y aunque lo amaba como a nadie, nunca se mudó del todo, aún dos años después de compartir su vida con él conservaba su propio apartamento y dormía en él un par de veces a la semana. Rafa sentía una felicidad indescriptible, sabía que había encontrado una mujer que lo amaba por quien era, no por lo que le pudiera ofrecer desde su posición económica. Podría con tranquilidad regalar todo su dinero y sus propiedades, que no tenía duda alguna de que Alice, permanecería a su lado, tan feliz como siempre.

El viaje fue largo. El asfalto se extendía ante ellos como una ruta sin fin. Las canciones volaban dentro del auto junto a los selfies, videos cariñosos y los besos de Alice. Cada par de horas, el sueño la encontraba mirando a la carretera y la arrastraba a sus dominios oscuros en siestas intermitentes. Rafa la miraba encantado, como si tuviera delante una obra de arte.

Las horas pasaron y cuando caía la tarde se encontraron cara a cara con su destino. Rafa se detuvo frente a un viejo cartel que se tambaleaba ante el viento.

—“Usted está entrando en propiedad privada”— decía el letrero. Suspiró con pesar y su rostro tomó una expresión nauseabunda y preocupada que Alice nunca antes había visto. Ella, haciendo su mejor esfuerzo intentó alegrar su semblante y exclamó con tono infantil:

— ¡Yeyyy, al fin hemos llegado! —

Pero el rostro de su amado no cambió, al contrario, parecía oscurecerse más a cada segundo. Miraba los bosques a su alrededor, como si intentara adivinar alguna presencia entre los árboles. De nuevo volvía la vista hacia el cartel y a la reja endeble que se alzaba frente a ellos. Sin decir nada, se bajó del coche, abrió la reja atada con un simple gancho y volvió al volante.

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