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Kahlen es una sirena, obligada a servir a Oceania atrayendo seres humanos a las acuosas tumbas con su voz, una voz mortal para cualquier humano que la escuche. Akinli es humano. Un chico amable y guapo. Él es todo lo que Kahlen jamás había soñado. Enamorarse pone a ambos en peligro, pero Kahlen no puede soportar mantenerse alejada de él. ¿Será capaz de arriesgarlo todo para seguir los latidos de su corazón?
Es curioso con lo que se queda uno, las cosas que recuerdas cuando acaba todo. Yo
aún veo los paneles de las paredes de nuestro camarote y recuerdo con precisión lo
lujosa que era la alfombra. Recuerdo el olor a agua salada que permeaba el aire y se
me pegaba a la piel, así como el sonido de la risa de mis hermanos en la otra
habitación, como si la tormenta fuera una emocionante aventura en lugar de una
pesadilla.
Más que cualquier sensación de miedo o de preocupación, en la estancia flotaba
cierta irritación. La tormenta estaba estropeando nuestros planes para la noche; no
habría baile en la cubierta superior, adiós a la ocasión de pasearme luciendo mi vestido
nuevo. Aquellas eran las cosas que me preocupaban entonces, tan insignificantes que
casi me avergüenzo de confesarlo. Pero eso era antes, cuando la realidad me parecía
casi como un cuento, porque era estupenda.
-Si el barco no deja de balancearse, no voy a tener tiempo de arreglarme el pelo
antes de la cena -se quejó mamá.
Yo la miré desde mi posición, tendida en el suelo, haciendo esfuerzos por no
vomitar. El reflejo de mi madre me recordó el póster de una película: sus rizos estaban
perfectos. Pero ella nunca se sentía satisfecha.
-Deberías levantarte del suelo -me dijo mirándome-. ¿Y si entra el servicio?
Obedecí, como siempre, y me dirigí trastabillando hasta uno de los divanes, aunque
no pensaba que aquella posición fuera necesariamente la más digna de una señorita.
Cerré los ojos, rezando para que el agua se calmara. No quería ponerme mala. Hasta
aquel último día, nuestro viaje había sido de lo más normal, un simple viaje de familia
del punto A al punto B. Ahora no me acuerdo de adónde nos dirigíamos. Lo que sí
recuerdo es que viajábamos con estilo, como siempre. Éramos una de las pocas
familias afortunadas que habían sobrevivido a la Gran Depresión con nuestra fortuna
intacta. Y a mamá le gustaba asegurarse de que la gente lo supiera. Así que estábamos
instalados en una bonita suite con grandes ventanas y personal a nuestro servicio. Me
planteé llamar a uno de los sirvientes y pedirle un cubo.
Fue entonces, entre la confusión del mareo, cuando oí algo, casi como una lejana
canción de cuna. Aquello despertó mi curiosidad y, por algún motivo, me dio sed.
Levanté la cabeza, desconcertada, y vi que mamá también se giraba hacia la ventana,
intentando localizar el sonido. Nuestras miradas se cruzaron por un momento; las dos
parecíamos querer confirmar que lo que estábamos oyendo era real. Cuando tuvimos claro que no estábamos solas, volvimos a mirar hacia la ventana y escuchamos. La
música era de una belleza embriagadora, como un himno sacro para un devoto.
Papá asomó por la puerta del baño, luciendo un nuevo apósito en el punto donde se
había cortado al intentar afeitarse durante la tormenta.
-¿Eso es la banda? -preguntó. Su voz tenía un tono tranquilo, pero sus ojos
reflejaban una desesperación inquietante.
-Puede ser. Parece que viene del exterior, ¿no? -De pronto, mamá parecía
intrigada, emocionada. Se llevó una mano a la garganta al tiempo que tragaba saliva-.
Vamos a ver.
Se levantó de un salto y cogió su suéter. Yo no daba crédito a lo que oía. Mamá
odiaba la lluvia.
-Pero, mamá... ¡Tu maquillaje! Acabas de decir...
-Oh, eso -dijo, quitándole importancia con un gesto de la mano y enfundándose
el cárdigan color marfil-. Solo será un momento. Tendré tiempo de arreglarlo cuando
volvamos.
-Yo creo que me quedo aquí -respondí.
Aquella música ejercía en mí la misma atracción que en ellos, pero el sudor frío de
mi rostro me recordó lo cerca que estaba de las arcadas. Salir del camarote no podía
ser una buena idea en mi estado. Me encogí aún más, resistiéndome a la tentación de
ponerme en pie y seguirlos.
Mamá se giró y me miró a los ojos:
-Me sentiría mejor teniéndote a mi lado -dijo con una sonrisa.
Aquellas fueron las últimas palabras que me dirigió. En el mismo momento en que
abría la boca para protestar, me encontré cruzando el camarote para seguirla. Ya no se
trataba de obedecer. Tenía que subir a cubierta. Tenía que acercarme a la canción. Si
me quedaba en el camarote, probablemente quedaría atrapada en el barco y me
hundiría con él. Entonces podría unirme a mi familia. En el cielo o en el infierno. O en
ningún sitio, si todo aquello era mentira. Pero no.
Subimos las escaleras. Por el camino se nos unieron muchísimos otros pasajeros.
Fue entonces cuando me di cuenta de que algo iba mal. Algunos de ellos corrían,
abriéndose paso entre la multitud, mientras que otros parecían sonámbulos.
Salí al exterior, sintiendo la lluvia que caía con fuerza. Nada más cruzar el umbral,
me paré a observar la escena. Con las manos apretadas contra las orejas para aislarme
de los fragorosos truenos y de la música hipnótica, intenté asimilar todo aquello. Dos
hombres pasaron corriendo a mi lado y se lanzaron por la borda sin detenerse un
momento. La tormenta no era tan grave que tuviéramos que abandonar el barco, ¿no?
Miré a mi hermano menor y lo vi saltando hacia la lluvia, como un gato salvaje que
diera zarpazos a un filete. Cuando alguien a su lado se puso a hacer lo mismo,
empezaron a darse golpes y acabaron peleándose por las gotas de agua. Di un paso
atrás y busqué con la mirada a mi hermano mediano. No lo encontré. Estaba perdido
entre la multitud que se lanzaba hacia la barandilla, desapareció antes de que pudiera
entender lo que estaba presenciando.
Luego vi a mis padres, cogidos de la mano, con la espalda contra la borda,
dejándose caer hacia atrás como si nada. Sonreían. Solté un chillido.
¿Qué estaba pasando? ¿Es que el mundo se había vuelto loco?
Una nota penetró en mi oído. Bajé las manos. Mis miedos y preocupaciones se
desvanecieron a medida que la canción iba asentándose. Tenía la impresión de que
estaría mejor en el agua, arrullada por las olas, en lugar de estar sufriendo el embate
de la lluvia. Era algo delicioso. Necesitaba bebérmelo, llenar el estómago, el corazón,
los pulmones con ello.
Con aquel deseo atravesándome y latiendo en mi interior, me acerqué a la
barandilla. Habría sido un placer llenarme de aquella música, para saciar hasta el
último rincón de mi cuerpo. Apenas me di cuenta de que trepaba a la borda. No fui
consciente de nada hasta que el impacto del agua en el rostro me devolvió la
conciencia.
Iba a morir.
«¡No! -pensé mientras me debatía para volver a la superficie- ¡No estoy
preparada! ¡Quiero vivir!»
Diecinueve años no eran suficientes. Aún me quedaban muchas comidas que
probar, muchos lugares que visitar. Esperaba que un marido y una familia. Todo ello
perdido en una fracción de segundo.
*¿De verdad?
No tenía tiempo de dudar de si realmente había oído aquella voz.
-¡Sí!
*¿Qué darías por vivir?
-¡Lo que fuera!
En un instante, algo me arrastró fuera de aquel estrépito. Era como si un brazo me
hubiera rodeado la cintura y hubiera tirado de mí con precisión, pasando entre cuerpos
y más cuerpos hasta dejarlos atrás. Enseguida me encontré tendida boca arriba,
mirando a tres chicas de una belleza inhumana.
Por un momento, todo el horror y la confusión desaparecieron. No había tormenta,
ni familia, ni miedo. Lo único que había o que habría alguna vez eran aquellos rostros perfectos. Fruncí el ceño, escrutándolos. Saqué la única conclusión que me parecía
posible.
-¿Sois ángeles? -pregunté-. ¿Estoy muerta?
La joven que estaba más cerca y que tenía los ojos del verde esmeralda de los
pendientes de mamá, así como un cabello rojo intenso que le caía a los lados del
rostro, se agachó.
-Estás bien viva -me aseguró, con un perfecto acento británico.
Me la quedé mirando, pasmada. Si seguía viva, ¿no debería sentir la sal rascándome
en la garganta y los ojos irritados por el agua? ¿No tendría que sentir la irritación en la
piel del rostro por el impacto contra el agua? Sin embargo, me sentía perfectamente,
completa. O estaba soñando, o estaba muerta. No había otra opción.
A lo lejos oía gritos. Levanté la cabeza. Por encima de las olas entreví la popa de
nuestro barco que cabeceaba de un modo surrealista.
Respiré hondo varias veces, demasiado confundida para entender cómo podía seguir
respirando, mientras oía que todos los demás se ahogaban a mi alrededor.
-¿Qué recuerdas? -me preguntó.
-La alfombra -dije meneando la cabeza. Rebusqué entre mis recuerdos, que ya
empezaban a parecerme distantes y confusos-. Y el cabello de mi madre. -La voz
se me quebró-. Luego me encontré en el agua.
-¿Pediste vivir?
-Sí -balbucí, preguntándome si podría leerme la mente o si aquello lo habría
pensado todo el mundo-. ¿Quién eres tú?
-Yo soy Marilyn -respondió ella con una voz dulce-. Esta es Aisling -añadió,
señalando a una chica rubia que me dedicó una sonrisa cálida-. Y esa es Nombeko.
Nombeko era oscura como el cielo de la noche y parecía no tener ni un pelo.
-Somos cantoras. Sirenas. Sirvientas de Oceania -explicó Marilyn-. Nosotras la
ayudamos. La... alimentamos.
Arrugué la nariz.
-¿Y qué es lo que come el océano?
Marilyn miró hacia el barco y yo seguí su mirada. Se estaba hundiendo. Ya casi no
se oía ni una voz.
Oh.
-Es nuestro deber. Y muy pronto podría ser también el tuyo. Si le dedicas tu
tiempo a ella, ella te dará vida. A partir de este día, durante los próximos cien años, no
sufrirás heridas ni enfermedades, ni envejecerás ni un día. Cuando se acabe tu tiempo,
recuperarás tu voz, tu libertad. Vivirás.
-Lo siento -balbucí-. No lo entiendo.
Las otras, detrás de ella, sonrieron, pero sus ojos tenían una mirada triste.
-No. Sería imposible que ahora lo entendieras -dijo Marilyn, que me pasó la
mano sobre el cabello empapado, tratándome ya como si fuera una de ellas-. Te
aseguro que ninguna de nosotras lo entendió en su momento. Pero lo entenderás.
Poco a poco me levanté hasta quedar completamente erguida, sorprendiéndome al
ver que estaba de pie sobre el agua. Todavía había unas cuantas personas flotando a lo
lejos, luchando contra la corriente, como si pensaran que aún podían salvarse.
-Mi madre está allí -supliqué.
Nombeko suspiró, con ojos melancólicos.
Marilyn me rodeó con un brazo, mirando hacia los restos del naufragio.
-Tienes dos opciones: puedes quedarte con nosotras, o puedes ir con tu madre -
me susurró al oído-. Irte con ella. No salvarla.
Me quedé en silencio, pensando. ¿Me estaba diciendo la verdad? ¿Podía elegir
morir?
-Has dicho que darías lo que fuera por vivir -me recordó-. Espero que fuera en
serio.
Vi en sus ojos la esperanza. No quería que me fuera. Quizá ya había visto suficiente
muerte por un día. Asentí. Me quedaría. Tiró de mí y me susurró al oído:
-Bienvenida a la hermandad de las sirenas -dijo, y de pronto me sentí arrastrada
hacia el fondo.
Una sensación fría me inundó las venas. Aunque me asustó, apenas me dolió.
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