io fallido. Las paredes de la sala principal estaban cubiertas de bocetos de murales prehispánicos y certificaciones de premios enmarcadas, to
das a la puerta, con su clásica camisa de lino blanca, impoluta como siempre. La luz de la lámpara acentuaba
trocedió la grabación unas horas. Allí estaba la prueba irrefutable, la cruda realidad de su traición. Vio cómo Ricardo, el hombre que se estremecía si e
pedazos, entró en el
ella, su voz a
ó, pero no
ó el estómago. Se paró a su lado, la desesperación ahogando cualquier rastro de or
en el aire, cargada de siete
íos, ahora la miraban con un desdén helado, como si fuera un insect
uero
enta fina para grabar en piedra, y se lo clavó con fuerza en la palma de la mano
ue el que él debía sentir en su mano. Corrió a su lado, el instinto de cuid
de él. Vio las pequeñas cicatrices blancas, las marcas de sus propios dientes. Eran las huellas de innumerables ataques de pánico, noches en las que ella lo
ridad. Él no la amaba, solo usaba su devoción como un escudo contra el mundo. La mujer del
llas. Lo había dado todo por él. Había aprendido a leer sus silencios, a anticipar sus crisis, a ser su voz y su
ar algo de los escombros, o quizás, solo para e