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Gabriela Arellano es una estudiante venezolana de último año de gastronomía, que decide mudarse a México en busca de un mejor futuro. En su primer día de clases, tropieza con un hombre y empiezan con mal pie. Ella no se queda callada y le canta las cuarenta, sin saber que tiene al frente a Mauricio Díaz: uno de los mejores chefs de la ciudad, uno de los dueños del mejor restaurante del país y, además, quien ofrecerá pasantías en su escuela a los estudiantes más preparados. Sin embargo, como el destino no puede ser más entrometido, la vida los junta varias veces y no pueden ignorar que las chispas que saltan cada vez que discuten no son precisamente de odio... sino de algo igual de fuerte, de lo que no se puede escapar. ¿Serán capaces de mantener a raya sus deseos o terminarán quemándose a fuego lento?
Cierro la maleta y suspiro, agotada.
Me recuesto en la cama por unos minutos, colocando un brazo bajo mi cabeza y miro hacia el techo, pensando en mi país.
Venezuela, la pequeña parte del mundo con las playas más bellas, la gente más alegre y divertida, con sus increíbles paisajes, llena de color, de oro, de petróleo, de riquezas. Una nación con las mujeres más hermosas (y no lo digo yo, porque soy venezolana: lo dice el Miss Universo, ¿eh?), la comida más sabrosa, con tanto talento tratando de brillar y enaltecer el nombre de nuestro hogar.
Cualquiera pensaría que es maravilloso vivir aquí, pero el día a día te enseña a los coñazos que no lo es del todo.
La corrupción, que lleva más de 15 años, ha vuelto trizas un país con tanto futuro. Y, a pesar de ello, los venezolanos siempre buscamos seguir adelante, de embellecer nuestra tierra y demostrar que se puede ser mejor.
Aunque claro, no todos los venezolanos. Muchos se han acostumbrado a esta miseria, mejor dicho: a muchos les conviene esta miseria, porque la meritocracia , como le dice mi mamá, aquí es un concepto del cual se conoce muy poco.
Una gran parte de la población le gusta estar en la miseria, que le regalen la casa, la comida y darse uno que otro lujo sin tener que mover ni un músculo. Lo peor de todo es que no basta con que ellos quieran estar así, porque eso es peo de cada quien, el problema es que nos quieren arrastrar a todos a ese estado tan deplorable.
Y yo decidí que jamás viviría en la desgracia. Cuando me gradué del liceo no pude empezar a estudiar, así que de una me metí a trabajar en lo primero que encontré: vendiendo frutas y verduras en un abasto. Luego, decidí ser vendedora de equipos tecnológicos en el centro comercial más famoso para ello: el City Market. A pesar de ser un trabajo aburridísimo, explotador y repetitivo, logré reunir dinero para pagar mis estudios de gastronomía a mis 22 años (un poco vieja, como quien dice, pero no dejé que eso me desanimara) y ahora, cuatro años después, estoy por mudarme a México para culminar mi carrera y ser toda una chef profesional.
Observo mi boleto con destino a la Ciudad de México y sonrío, acariciando la fecha. Hoy será el día más nostálgico de mi vida, porque una parte de mí se quiere quedar y seguir luchando en su país, uno que amo con todo mi corazón, pero el otro ya no resiste tanta desdicha y en el fondo sé que yo me he matado mucho para obtener lo que merezco.
No me cabe duda de que extrañaré la sazón de mi país y a mi pequeña familia: a mi abuela y a mi maí-ta . Sin embargo, esto lo hago por ellas, para sacarlas de este país y que disfruten de su vejez como debe ser: estable y en paz.
«México, allá voy» pienso, contenta y me levanto para bajar a la sala y encontrarme con mi mamá.
-Voy a pedir un taxi por la aplicación esta. Ojalá no me roben el dinero como la otra vez -se queja, tomando su celular, pero yo la detengo y me rio.
-Deja lo hago yo, maíta. Dile a Miguel que me ayude con las maletas -le pido y ella afirma, dándole un apretón a mi mano.
Hoy es el inicio de una mejor vida y eso no lo va a empañar nadie. Mi vuelo sale en un par de horas, pero debo estar en Maiquetía en una hora y queda un poco lejos de Caracas, así que debería irme ya.
Luego de pedir el taxi, observo el boleto en mi mano y sonrío. Tal vez no sea el mejor país del mundo, pero me alegra el saber que estaré con mi prima Federica, que más que eso es como una hermana para mí.
Ella me espera en México, junto con mis tíos: Juana y Rafael. Viviré bajo su techo, máximo, hasta que me gradúe ya que planeo llegar buscando trabajo. No quiero abusar de la hospitalidad de mi familia, aunque no les sea un problema.
No quiero agarrarme del brazo cuando me están ofreciendo una mano, ya han hecho más que... pues, el imbécil de mi padre.
- ¡El taxi ya llegó, ma! -Exclamo y mi primo baja con maletas en mano, seguido de mi mamá y mi abuela Margarita-. ¿Para dónde va usted, señora?
- ¿Cómo que pa' donde, Gabriela? ¡A despedirte al aeropuerto! Sabrá Dios cuándo te vuelva a ver -me responde, llevándose las manos a la cadera y yo no puedo evitar reírme.
-Pronto. Ya saben que apenas pueda les mando boletos, así sea para un fin de semana -le recuerdo, colocándome a su altura para darle un beso en la frente-. Y usted está delicada de salud, así que se queda.
- ¡No me vengas a joder, carajita ! Voy con ustedes, ya lo dije -refunfuña y ya cuando habla no hay quién la contradiga.
Cuando nos trepamos en el taxi, mientras Miguel y el conductor guardan el equipaje en el maletero, observo por la ventana con nostalgia. Abandonar mi casita, después de vivir 26 años en ella, dejar (temporalmente, por supuesto) a mi mamá y a mi abuela, a la sazón de la comida deliciosa y la buena vibra de la gente atrás... Dios, cómo me duele.
Estoy feliz, no lo puedo negar, pero emigrar en mi caso no es una decisión que haya tomado porque sí, sino porque ya no puedo soportar más la realidad que me rodea. Necesito escapar y extender mis alas donde sé que nadie me privará de mi libertad.
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Llaman a mi vuelo y me levanto para despedirme de mi madre. La abrazo con fuerzas y le sonrío para brindarle tranquilidad. Sé que por dentro está nerviosa por ver a su única hija emprender vuelo.
-Dios te bendiga, mija. Avísame cuando llegues y escríbeme todos los días, por favor -dice y me coloco a su altura para que bese mi frente-. Vamos a estar bien.
-Eso es lo que me preocupa, maíta -le digo-. En verdad no tengo por qué irme.
-Sí, tienes que hacerlo. La situación aquí no es la adecuada para ti, pronto podrás sacarnos de aquí y estaremos mejor. Por ahora, quiero que tú tengas un futuro brillante porque yo tuve la oportunidad de tener el mío y la desaproveché -dice, arreglando mis cabellos con sus manos-. No quiero que eso te ocurra a ti.
-En eso apoyo a tu madre, muchachita. Es hora de que vivas tu vida y que sea la que te mereces. Estaremos bien -concuerda mi abuelita, haciendo que mis ojos se llenen de lágrimas.
Hacen el último llamado y veo a mi alrededor, respirando hondo. Hay tantas familias despidiéndose con abrazos y sonrisas rotas, con la esperanza de reencontrarse en algún momento.
Yo las uno en un abrazo de oso, a modo de despedida, antes de encaminarme a la fila para abordar el avión. Cuando estoy cerca, volteo a ver a mi mamá y ella se despide con la mano y una sonrisa en el rostro.
Entrego mi boleto y camino por el túnel que conecta al avión. Cuando menos lo espero, estoy dentro de este y buscando mí lugar para sentarme. Observo por la ventana, cosa que agradezco muchísimo, y me coloco el cinturón. El celular lo pongo en modo avión y suspiro. Es entonces cuando las lágrimas que pensé que no saldrían se me suben a la garganta, creando un nudo. Cuando logramos despegar me permito liberarlas en un llanto silencioso.
Mi país es hermoso, tiene mucho potencial. Me duele saber que nunca ha sido libre como te lo pintan en los libros de historia y que no solo el gobierno afecte sino también el conformismo de la gente.
Lloro porque no sé cuándo pueda probar la sazón venezolana de nuevo, específicamente la de mi ma-dre y mi abuela, también porque no sé cuándo las vuelva a ver y abrazar. Parece que dejé poco atrás, pero es mucho.
Mis veintiséis años de vida están aquí, los recuerdos, los olores, los sabores, los colores. Incluso el dialecto, nuestra forma de expresarnos. Todo.
-Pero es hora de brillar, Gabrielita -me digo a mí misma, limpiando mis lágrimas.
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Mis tíos me reciben con amor cuando llego a México. Juana y Rafael llevan toda la vida juntos y vi-nieron a este país porque su hija, Federica, logró sacarlos de Venezuela.
Nos vamos en un taxi hasta la casa de mis tíos. Me ponen al tanto de sus vidas: Juana se dedica a la casa, pero hace arreglos de ropa y con eso aporta algo a la misma, mientras Rafa labura como parquero en un hotel cuatro estrellas, así que las propinas son muy buenas.
Por otro lado, Fede es pastelera. Trabaja en una pastelería de gran renombre en la ciudad y ha escalado tanto que ahora es la chef encargada de que todo salga bien en la misma.
Me pone muy contenta saber que tienen una vida mejor y que Fede sea toda una profesional ya.
Yo debería estar más o menos como ella, ya que somos contemporáneas, pero mis circunstancias fueron otras. Cuatro años después, estoy por finalizar y, además, en otro país con una sazón totalmente diferente que muero por conocer y degustar.
Cuando el taxi se detiene, observo la casona frente a mí y respiro hondo. Las calles de Ciudad de Mé-xico son coloridas y, al contrario de lo que pensaba, el clima es fresco (cosa que agradezco). El lugar donde residen los Herrera es común, una casa de paredes amarillo pastel, una puerta de madera y ven-tanas con el famoso pecho de paloma, abiertas de par en par pero cubiertas con una tela blanca casi traslucida.
Me falta el aire de inmediato y me duelen zonas de mi cuerpo que no sabía que existían, así que ex-pulso una buena grosería para alinear los chakras, como decimos en mi país:
- ¡Ay, coño e' tu madre! Mosca y me rompiste un hueso -la regaño y nos echamos a reír-. ¿No y que no me extrañabas?
-Ni un poquito, pajua -se burla, colocándose de pie y ayudándome a levantar-. ¿Cómo estuvo el viaje? Te adelanto que no hay cama para tanta gente, así que compartiremos habitación.
-No tengo rollo con ello, Fede. ¡Te extrañé! -Admito, abrazándola de nuevo y luego le doy un zape en la cabeza-. Aunque tu amor duela, carajita.
Fede y yo charlamos mientras me instalo en la casa y mi tía prepara el almuerzo. El olor llega hasta la habitación y hace que mis tripas suenen en busca de esa comida que debe saber cómo huele: riquísima.
-Entonces, ¿empiezas mañana? -Pregunta ella.
-Sí, mañana mismo. ¡Estoy ansiosa! -Chillo, emocionada-. Ya todos deben ser amigos allí, pero no importa. Además, quiero encontrar trabajo pronto.
-Yo te puedo ayudar con eso. No te preocupes -dice, colocando una mano sobre la mía-. ¡Ay, boba! Te extrañé tanto.
Nos abrazamos, riéndonos. Luego, me ayuda a ordenar mis cosas, mientras me cuenta de su trabajo. Cuando todo está listo, compartimos la mesa y me acuesto a dormir porque el viaje ha sido agotador y mañana inicia la vida que merezco, por la que tanto me he matado estudiando y trabajando.
«Escuela de Gastronomía Mexicana» pienso, sonriendo y caigo rendida en los brazos de Morfeo.
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