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Isabella de Montclair ha pasado toda su vida bajo el peso de su linaje, prometida desde la infancia al príncipe Edmond de Arendelle en un matrimonio que sellaría la alianza entre sus familias. Ha aprendido a obedecer, a sonreír y a aceptar su destino sin cuestionarlo. Pero todo cambia cuando conoce a Alejandro, el valiente capitán de la guardia real. Lo que comienza como miradas furtivas y palabras robadas en la penumbra se convierte en un amor imposible, prohibido por las leyes de la nobleza y castigado con la muerte. Entre promesas susurradas y encuentros clandestinos, Isabella debe elegir entre el deber y su corazón. Cuando su amor es descubierto, Alejandro es marcado como traidor y ella es encerrada en una jaula dorada, obligada a casarse con el príncipe que nunca ha amado. Pero el verdadero amor no conoce cadenas, y Alejandro no está dispuesto a rendirse. Con el destino en su contra y la sombra de la guerra acechando, ¿podrán desafiar las reglas de su mundo y escribir su propia historia? O, por el contrario, ¿están condenados a ser víctimas de un amor que jamás debió existir?
El sonido de la lluvia golpeando contra los ventanales del viejo castillo era la única melodía que acompañaba a Isabella en aquella noche fría. Se encontraba en la biblioteca, rodeada de estanterías que albergaban siglos de historia, pero su mente estaba muy lejos de los libros. Sus pensamientos estaban atrapados en la imagen de él: Alejandro, el hombre que no debía amar.
Isabella era la hija del duque de Montclair, una joven de noble cuna, prometida desde su infancia al príncipe Edmond de Arendelle. Su destino estaba sellado desde antes de nacer, y jamás tuvo derecho a cuestionarlo. Se había criado entre lujos, vestidos de seda y protocolos estrictos, aprendiendo que su deber era obedecer sin dudar. Pero todo cambió el día en que conoció a Alejandro.
Él era un simple caballero, un hombre sin títulos ni riquezas, pero con un espíritu indomable. Era el capitán de la guardia real, un hombre leal al reino, valiente en batalla y con una mirada que desafiaba al mundo. Desde el primer momento en que sus caminos se cruzaron, Isabella sintió que algo dentro de ella despertaba.
Al principio, fueron solo miradas furtivas en los pasillos del castillo. Luego, palabras robadas en la penumbra de los jardines. Con cada encuentro, la tensión entre ellos se volvía más insoportable. Isabella sabía que estaba jugando con fuego, pero no podía detenerse.
Una noche, cuando la corte entera se encontraba celebrando un baile en honor a la alianza entre Montclair y Arendelle, Isabella escapó del salón con el corazón latiendo desbocado. No soportaba la idea de que su vida estaba a punto de ser entregada a un hombre al que apenas conocía.
Se refugió en el invernadero, donde el aroma de las rosas impregnaba el aire, y allí lo encontró. Alejandro estaba de pie, con su espada al cinto y la mirada clavada en ella.
-No deberías estar aquí -murmuró él, pero no hizo ningún esfuerzo por alejarse.
-Ni tú -respondió Isabella, acercándose.
Por un instante, el mundo se redujo a la distancia que los separaba. Alejandro alzó la mano y con suavidad apartó un mechón de cabello del rostro de Isabella. Sus dedos rozaron su piel con una ternura que la hizo estremecer.
-Sabes que esto es imposible -dijo él, con la voz cargada de emoción contenida.
-Lo sé -susurró ella-, pero no puedo evitarlo.
Y entonces, como si el destino se burlara de ellos, se escucharon pasos acercándose. Isabella retrocedió de inmediato, y Alejandro llevó la mano al pomo de su espada. Antes de que alguien los descubriera, él se inclinó y le susurró al oído:
-Nos veremos en el bosque, al amanecer.
Esa noche, Isabella apenas pudo dormir. La idea de encontrarse con Alejandro lejos de las murallas del castillo era un riesgo enorme, pero su corazón le decía que debía ir.
Cuando los primeros rayos del sol iluminaron el horizonte, Isabella montó su caballo y cabalgó en secreto hasta el claro donde Alejandro la esperaba. Vestía su armadura, pero no llevaba su habitual expresión de severidad. En su mirada había algo más: esperanza.
Sin decir una palabra, él la atrajo hacia sí y la besó. Fue un beso desesperado, lleno de anhelos reprimidos y promesas no dichas. Por primera vez en su vida, Isabella sintió que era libre.
Pero la felicidad fue efímera.
A lo lejos, se escuchó el sonido de cascos acercándose. Un grupo de soldados apareció entre los árboles, con el príncipe Edmond al frente.
-¡Traición! -bramó él, con el rostro enrojecido por la ira.
Los soldados rodearon a Isabella y Alejandro. El capitán de la guardia desenfundó su espada, pero Isabella se interpuso entre él y los soldados.
-¡No! -gritó-. ¡Déjenlo ir!
-¿Lo defiendes? -Edmond la miró con desprecio-. ¡Tú me perteneces, Isabella!
-No soy una posesión -replicó ella con firmeza.
Edmond apretó los dientes, pero no pudo hacer nada en ese momento. El honor le impedía derramar sangre en presencia de su prometida.
-Lo pagarás caro -le advirtió a Alejandro antes de dar media vuelta.
Sabían que no quedaba tiempo. Alejandro debía huir, pero Isabella no podía seguirlo.
-No importa cuánto nos separen -susurró Alejandro, tomando sus manos-. Siempre volveré por ti.
Con lágrimas en los ojos, Isabella lo vio desaparecer entre los árboles.
Desde ese día, su vida se convirtió en una prisión. Fue encerrada en sus aposentos hasta que Edmond decidió el momento en que la boda se llevaría a cabo. Pero en su corazón, Isabella nunca perdió la esperanza.
Y una noche, cuando el castillo dormía, una sombra se deslizó hasta su ventana.
-¿Lista para escapar? -susurró Alejandro con una sonrisa.
Isabella no dudó. Se lanzó a sus brazos, dejando atrás su antigua vida.
Juntos, cabalgaron hacia la libertad, desafiando al destino y a la sociedad que los quería separados. Porque su amor, aunque prohibido, era más fuerte que cualquier barrera.
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