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Valentina Ríos creyó haberlo perdido todo: su matrimonio, su bebé... y su dignidad. Después de un doloroso divorcio con Alejandro De la Vega -el implacable CEO que alguna vez amó-, desapareció del mapa tras un diagnóstico devastador. Pero el destino tenía otros planes. Cinco años después, Alejandro vive atormentado por el fantasma de su exesposa, a quien cree muerta tras un accidente. Hasta que, en un giro inesperado, ve el rostro de un niño idéntico al suyo en una revista internacional. La verdad lo sacude: Valentina está viva... y no se fue sola. Ahora, enfrentados por el pasado, unidos por un hijo y atrapados en una batalla legal y emocional, ambos deberán decidir si pueden sanar las heridas o si el orgullo y los secretos terminarán por destruirlos del todo. Una historia de amor perdido, mentiras ocultas y segundas oportunidades que podría cambiarlo todo... si el corazón sobrevive.
El ascensor parecía moverse con la lentitud de un reloj oxidado. Valentina Ríos apretó entre sus dedos el borde de la carpeta manila donde, cuidadosamente, guardaba el ultrasonido. Aún no sabía si mostrarlo o decirlo con palabras. Lo había ensayado mil veces frente al espejo. Ninguna versión le parecía lo suficientemente fuerte. O lo suficientemente suave.
Estaba embarazada. Y Alejandro tenía que saberlo.
Cuando las puertas del ascensor se abrieron en el piso 31 de la Torre De la Vega, una ráfaga de perfume caro y aire acondicionado la envolvió como una bofetada. El mármol blanco relucía. Todo era simétrico, impersonal, imponente. Tal como él.
-Señora Valentina -la saludó Lucía, la secretaria personal de Alejandro, con la amabilidad justa para no parecer indiferente-. El señor De la Vega está reunido, pero le pedí que la recibiera unos minutos.
Valentina asintió. Su corazón latía con fuerza. A cada paso hacia la oficina principal sentía cómo las palabras que había preparado se le escapaban de la mente. ¿Y si lo decía mal? ¿Y si no reaccionaba como esperaba?
La puerta se abrió sin anunciarla. Dentro, Alejandro estaba de pie junto a la enorme pared de vidrio que ofrecía vista al skyline de Madrid. El atardecer teñía la ciudad de oro y carmesí, pero él apenas lo notaba. Llevaba puesto su clásico traje azul oscuro, sin una arruga. Su reloj de acero brillaba con arrogancia. Y, junto a él, en actitud casi íntima, estaba Isabella Morán, impecable, con un vestido negro ajustado y labios rojo sangre. Ella se alejó apenas un paso cuando Valentina entró.
-Valentina -dijo Alejandro sin girarse del todo, sin sonreír, sin acercarse-. ¿Qué haces aquí sin avisar?
Valentina se detuvo, sin saber si cerrar la puerta tras de sí. Lo hizo.
-Necesitaba hablar contigo -respondió con voz firme, aunque por dentro temblaba.
Isabella cruzó los brazos con lentitud y se recostó en la esquina del escritorio, como si ya formara parte del lugar.
-¿Te importa si te dejo un momento? -preguntó ella a Alejandro, más por cortesía que por respeto.
-Cinco minutos -ordenó él, sin mirarla, sin mirar a Valentina. Como si el mundo se redujera a su control del tiempo.
Isabella sonrió a Valentina al pasar, esa sonrisa que decía "él ya es mío" sin necesidad de palabras.
Cuando quedaron solos, Alejandro por fin se volvió hacia ella, pero su expresión era neutra, casi mecánica.
-¿Qué pasa ahora? -preguntó.
Valentina dio un paso hacia él. Le dolía que le hablara así. Pero tenía que ser valiente.
-Estoy embarazada -soltó.
El silencio cayó como una losa.
Alejandro parpadeó una sola vez. Su ceño no se frunció. Sus hombros no se movieron. Ninguna emoción cruzó su rostro.
-¿Estás segura? -fue lo único que dijo.
Valentina sintió que se le rompía algo en el pecho.
-Sí -respondió. Sacó lentamente la carpeta manila y la extendió hacia él-. Fui al médico esta mañana. Tengo ocho semanas. Lo supe hace unos días, pero quería decírtelo en persona.
Alejandro tomó la carpeta con desinterés, hojeó el ultrasonido durante exactamente tres segundos y lo dejó sobre la mesa como si fuera una cotización de mercado.
-Valentina, estoy en medio de una negociación con Singapur. Esta semana no puedo ocuparme de esto.
-¿"Esto"? -repitió ella, incrédula-. ¿Te refieres a tu hijo como "esto"?
-No pongas palabras en mi boca -dijo él, cortante-. No estoy diciendo que no me importe. Pero ahora no es el momento de dramatizar.
Valentina sintió el ardor de las lágrimas, pero no iba a derramarlas. No delante de él. No otra vez.
-¿Y qué momento sería el adecuado, Alejandro? ¿Cuando decidas que ya no eres demasiado importante como para escuchar que vas a ser padre?
-Estás siendo emocional -dijo él con ese tono que usaba cuando discutía con los directores de sus empresas.
Ella dio un paso atrás. El aire en la habitación se volvió irrespirable.
-No sé qué te hicieron tus negocios o tus socios, pero el hombre del que yo me enamoré... -hizo una pausa- al menos habría fingido sentir algo.
Él guardó silencio. Entonces, como si no pudiera con el peso del momento, dijo:
-Isabella y yo estamos comprometidos. Íbamos a anunciarlo esta noche.
El golpe fue físico. Como si alguien le hubiera arrancado el suelo debajo de los pies.
-¿Cuánto hace? -preguntó, casi sin voz.
-Hace semanas.
Valentina asintió. Guardó el ultrasonido de vuelta en la carpeta, despacio, con dedos temblorosos.
-No te preocupes. No vas a tener que hacer nada -dijo-. No voy a rogarte atención ni ayuda. Solo vine porque creí que merecías saberlo.
Y sin esperar respuesta, se giró hacia la puerta. La abrió con firmeza. Pero antes de cruzarla, se detuvo.
-Ah, y Alejandro... -su voz era ahora tan helada como la suya había sido-. Felicidades por tu nuevo compromiso.
Y se fue.
La carpeta quedó sobre la mesa, olvidada. Alejandro la miró por un instante, luego miró la ciudad a sus pies. Su reflejo en el cristal parecía el de un hombre poderoso. Pero por dentro, algo-una chispa apenas visible-acababa de encenderse.
Una chispa que todavía no sabía que era el principio de su ruina. O de su redención.
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