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Loren decidió romper con todo lo que alguna vez la ató. Lejos de su familia y de un pasado que deseaba olvidar, cruzó océanos en busca de una nueva vida. Junto a Santiago, su prometido y el hombre que amaba profundamente se instaló en Milán con el anhelo de construir un futuro juntos. Pero el destino, siempre caprichoso, tenía otros planes. Un accidente borró sus recuerdos y la dejó a la deriva, vulnerable, hasta que apareció Salvatore: un CEO tan imponente como misterioso, de presencia arrolladora, mirada intensa y una sensualidad que desarmaba. Rico, dominante, y con un aura peligrosa, él despertó en Loren emociones que jamás pensó experimentar.
Norman Bianchi
Milán 10: 00 am
-Señor... pero por favor, dígame qué quiere que haga.
La voz temblorosa de mi secretaria me sacó del letargo. Estaba parada frente a mí, visiblemente alterada. Llevaba dos horas lidiando con la obstinación de mi madre, plantada fuera de mi oficina como si fuera una maldita centinela.
-Quiero que te arrodilles, me desabroches el pantalón y me la chupes. Vamos, Sacha... sé buena chica -dije con una sonrisa ladeada, tendiéndole la mano como si estuviera invitándola a bailar, mientras adoptaba una expresión de falsa ternura.
Ella agachó la cabeza, claramente avergonzada.
-Señor, a esta hora... es muy complicado que yo pueda hacer eso -susurró, jugando nerviosa con el bolígrafo que no soltaba desde que entró.
-Entonces lárgate. Si no puedes chuparme la verga, no pierdas mi tiempo. Y dile a mi madre que no pienso atenderla, que estoy hasta el cuello de mierdas más urgentes.
Sacha salió sin mirar atrás, cerrando la puerta con torpeza. Me giré hacia el ventanal y dejé que la vista de Milán me distrajera por un instante. Tener una doble vida resultaba más agotador de lo que cualquiera podría imaginar.
Para todos, yo era el hombre perfecto: respetado, brillante, millonario. Pero detrás de esa fachada estaba el verdadero yo: un mafioso de 28 años, despiadado, adicto al dinero fácil y al placer sin límites, rodeado de enemigos que deseaban verme caer.
Mi madre venía por lo mismo de siempre: presionarme para casarme. Mi padre se estaba muriendo, y el gran sueño de los Bianchi era verme con un heredero. Hijo único, el legado dependía de mí. Pero podían esperar sentados. Jamás me casaría. Mucho menos con Dolores Stirling. Con solo escuchar su nombre, me daban arcadas.
Encendí algo de música clásica para borrar de mi cabeza el desastre del último cargamento perdido y me dejé caer en el sofá de cuero. Apenas cerré los ojos, el caos volvió:
-¡Sacha, ábreme esa puerta o estás despedida! -la voz de mi madre resonó como un trueno.
-Señora Antonella, por favor, él me dio órdenes de no dejarla pasar... se lo suplico, no me obligue a desobedecerlo -rogaba Sacha, con un temblor en la voz que dejaba claro que conocía bien las consecuencias de fallarme.
Me froté las sienes con ambas manos, estiré el cuello con resignación y me incorporé. Lo sabía. La tormenta apenas comenzaba. Y efectivamente, la puerta se abrió con violencia.
Mi madre, Antonella Bianchi, entró como si la oficina le perteneciera. Inmensa, elegante, con su melena rubia perfectamente peinada, sus ojos verdes centelleantes y ese labial rosa pálido que siempre usaba como una firma de guerra. Su mirada me atravesó como una lanza.
-¡Norman! ¡Soy tu madre! ¡No necesito una maldita cita para ver a mi propio hijo! ¿Te has vuelto loco?
-Madre, estoy ocupado con asuntos importantes -dije sin rodeos, y lancé una mirada a Sacha-. Mi pobre secretaria ya te explicó que no podía dejarte pasar... qué testaruda eres.
Me acerqué a ella, le di dos besos, uno en cada mejilla, como mandaba la costumbre familiar, y ella, sin perder el porte, se acomodó en una de las sillas frente al escritorio. Me señaló con la mirada, exigiéndome que tomara mi lugar.
-Puedes retirarte, Sacha -ordené con una sonrisa, guiñándole un ojo.
La pobre salió pálida, los tacones resonando en el suelo como campanas de advertencia. Sabía perfectamente lo que le esperaba una vez mi madre se fuera: la haría inclinarse sobre el escritorio y, con una tabla, le marcaría cada centímetro de esas nalgas temblorosas hasta verlas arder.
-Norman... tu padre se está muriendo -dijo mi madre, arrastrándome de vuelta a la realidad.
Levanté la vista y solté un suspiro mientras encogía los hombros.
-Madre, créeme que lo lamento, pero han sido tres años de agonía... Ya es suficiente. Déjalo partir en paz.
-No te importa, ¿cierto? -dijo, con ese tono dramático que tan bien manejaba.
-¿A qué viene eso ahora, mamá?
Sus ojos azules se llenaron de lágrimas, la mirada impregnada de esa nostalgia manipuladora que usaba como un arma silenciosa. Intentaba hacerme sentir culpable, pero yo ya era inmune a sus juegos.
-¿De verdad vas a dejar que tu padre muera sin ver cumplido su mayor deseo? ¿Sin verte casado con una mujer digna...?
-Madre -la interrumpí, sin paciencia-, así se esté muriendo mi padre, así me entierren junto a él, no pienso casarme con Dolores. Es que solo de pensar en ella me da... -hice una mueca de asco tan evidente que ella no pudo evitar lanzarme el primer objeto a su alcance: un lapicero.
-¡Norman! ¡Desgraciado! ¡Esa mujer merece respeto, y más si te lo pide tu madre!
-Madre, ya te lo dije: esa mujer es espantosa. Te prometo que pronto conseguiré una prometida más... adecuada -me levanté y caminé hacia ella con paso firme-. Pero por ahora, necesito que te retires. Estoy hasta el cuello de trabajo.
Le ofrecí la mano para ayudarla a incorporarse, y justo en ese momento, sonó mi teléfono. Al ver el identificador en la pantalla, supe que no podía ignorar esa llamada. Le dediqué a mi madre una sonrisa breve y me aparté unos pasos.
-¿Jordano? ¿Qué ocurre?
-Hermano, vente ya a la oficina del norte. Encontramos al traidor... pero no vino solo. Nos está siguiendo un maldito ejército.
Sentí la sangre abandonar mi rostro.
-¿¡Qué dijiste!?
-Tal como lo oyes, cabrón. Apresúrate. Y trae al menos cuarenta hombres contigo -dijo, antes de cortar abruptamente.
Guardé el teléfono, aún con el eco de sus palabras retumbando en mi cabeza. Mi madre me observaba, confundida, intentando descifrar mi expresión.
-¿Todo bien, cariño?
-Nada de qué preocuparse, solo asuntos de negocios. Con permiso, Loren -respondí, inclinándome para besarle la mejilla antes de girarme con prisa hacia la puerta.
-Norman, espera, por favor... hijo, necesitamos hablar.
-Lo siento mucho, hoy no hay nada de que hablar madre. Ahora sal de mi oficina. Adiós.
No le di tiempo de responder. Salí a toda velocidad, mis piernas moviéndose como si el suelo ardiera bajo mis pies. Atravesé el edificio hasta llegar al parqueadero, donde Leonard ya tenía el auto encendido y esperando.
-Yo conduzco -le dije sin rodeos.
-Señor, está alterado... -intentó razonar, preocupado.
Le dediqué una sonrisa torcida, oscura.
-Así es como más disfruto manejar. Súbete al asiento del copiloto, tenemos que movernos. Me fascina cuando nos toca enfrentar a otros clanes.
Leonard cerró los ojos un segundo, resignado, y obedeció sin más.
Tomé el volante y arranqué sin contemplaciones. El rugido del motor fue el preludio de la adrenalina que empezó a recorrerme como una droga. Nos lanzamos al asfalto, devorando el camino. Las calles estaban saturadas de gente que, sin saberlo, desperdiciaban su existencia. Y yo, en cambio, la exprimía al máximo, con el corazón latiéndome como un tambor de guerra. Para mí, esto era estar vivo.
***
LOREN
-Santiago, ya te dije que no quiero hacerlo. No voy a pedirle dinero a mi padre, y tú tampoco vas a pedírselo a tu hermano. El día que dejamos todo atrás, hicimos una promesa: jamás regresaríamos a ellos.
-Lo sé... -suspiró con frustración al otro lado de la línea-. Pero estamos en la ruina, Loren. Debemos varios meses de renta, la nevera está vacía. Estamos en el peor punto de nuestra vida. Terminaste la carrera, sí, pero es como si fueras invisible. Nadie te contrata. Dime, ¿cuántas entrevistas has tenido ya?
Rodé los ojos y aparté el teléfono de mi oído por unos segundos. Era la décima vez que me rechazaban. Me convertí en abogada con la esperanza de hacer lo correcto, de tomar el camino difícil, pero correcto. Y ahora... ahora me sentía como si ese camino se hubiera cerrado en mi cara.
-Santiago, llevamos tantos años juntos... Y te juro, amor, que saldremos de esta. No necesitamos volver a tocar ese dinero. Confía en mí.
-¡Ya no puedo más, Loren! -gritó con desesperación-. No soporto seguir trabajando como un simple mesero mientras nuestras familias viven entre lujos. Esto es una tortura.
Llevábamos casi diez años caminando juntos, desafiando el destino, nuestras familias, el sistema. Sólo nos teníamos el uno al otro. Pero las grietas comenzaban a mostrarse.
-Escúchame, amor. Déjame llegar a casa y hablamos tranquilos, ¿sí? Voy a pensar en una solución. Veré cómo conseguir algo de dinero. Pero por favor, aguanta un poco más.
-Santiago, te digo que no lo llames -mi voz se quebraba entre la rabia y la impotencia. La discusión me estaba desgastando, drenando las pocas fuerzas que me quedaban. No quería seguir peleando, no otra vez. Ya había soportado suficientes impulsos suyos, pero esta vez estaba cruzando un límite peligroso. Insistía con esa absurda idea de conseguir dinero como lo hizo nuestra familia en el pasado: recurriendo a la mafia.
Aceleré el paso por la acera, apretando el teléfono contra mi oído. Tenía que llegar a casa antes que él hiciera una estupidez. ¡No debíamos retroceder! ¡No así! Estábamos juntos en esto... éramos un equipo. No podía permitir que él volviera a ese mundo. "Estoy contigo, Santiago... por favor, no lo hagas", pensé, con el corazón desbocado.
-Lo siento, Loren. Esto no es algo que esté en discusión. Ya tomé la decisión.
-Santiago, no... espera, amor, escúchame...
No pude terminar la frase.
Un rechinar salvaje de llantas rasgó el aire, arrancándome del momento. Me giré instintivamente, y en ese instante supe que todo había cambiado para siempre.
El estruendo se fundió con un pitido agudo que me desgarró los oídos, como si el universo entero gritara en advertencia. Sentí cómo el suelo desaparecía bajo mis pies y mi cuerpo era lanzado sin control, como si hubiera sido arrancado de la realidad misma. Un dolor lacerante me atravesó, profundo, brutal, cortando mi aliento y mi consciencia en un solo golpe.
El golpe fue brutal. El rugido del metal chocando contra mi cuerpo resonó en mi mente como un trueno, implacable y definitivo. No hubo tiempo de escapar, ni de gritar. Solo sentí la violencia de una fuerza imparable devorándome, aplastándome, arrastrándome sin piedad.
Y luego... nada.
El mundo se desvaneció.
Un último contacto fugaz: el pavimento frío y cruel estampándose contra mi cráneo, sellando mi conciencia en una oscuridad espesa, absoluta. El tiempo se detuvo, y el silencio, ese silencio pesado que sólo habita entre la vida y la muerte, me envolvió como un manto.
¿De verdad ese era el fin? ¿Así, sin más? ¿Después de tanto luchar, iba a terminar mi historia de la forma más absurda?
Simplemente así acabaría mi vida ¡que desastre!
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