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Catalina tiene 21 años y detesta su vida en casa desde que su madre se enamoró de Julián, un hombre de 36, con el que convive hace tres años. No están casados, pero actúan como si lo estuvieran: cenas en familia, vacaciones juntos, risas compartidas. Todo lo que antes era de Catalina, ahora le pertenece a él. Ella lo odia. O al menos eso cree. Lo que realmente no soporta es ver cómo su madre lo mira. Cómo le sonríe. Cómo le entrega su atención incondicional. Julián nunca ha sido grosero con ella, pero tampoco cercano. Siempre se mantiene firme, respetuoso, impenetrable. Y eso, curiosamente, la irrita aún más. Hasta que un día, se cansa de ser invisible. Catalina decide demostrarle a su madre que Julián no es tan perfecto. Que también puede caer. Que un simple juego de seducción puede arruinar esa burbuja de amor en la que viven. Pero Julián no cae. No al principio. Y eso es lo que lo vuelve irresistible. Lo que empezó como una venganza adolescente, se transforma en una obsesión silenciosa. Ahora ya no quiere arruinar la relación de su madre. Quiere que él la desee. Que la elija. Que cruce ese límite prohibido y la toque como no debería. Y está dispuesta a provocarlo hasta romperlo.
El reloj marcaba las 4:27 de la tarde cuando Camila empujó la puerta de la casa con el hombro. La maleta golpeó ligeramente el marco mientras entraba, más cansada de lo que aparentaba. El viaje había sido un escape conveniente, una excusa para alejarse, para no tener que mirar lo que desde hacía tres años le resultaba intolerable: cómo su madre había reemplazado la atención que solía darle, entregándosela a ese hombre.
Julián.
Él había aparecido de la nada. Diez años menor que su madre, pero con una seguridad y un magnetismo que le granjeaban el respeto de cualquiera. Camila no lo soportaba. O eso se repetía constantemente. Porque más allá del rechazo, había algo en él que la descolocaba. Algo en su manera de mirar, de moverse. Su cuerpo atlético, su voz grave. No debería importarle, pero lo hacía. Y ese era el verdadero problema.
Dejó las llaves sobre la mesa de la entrada. Todo estaba en silencio.
O casi.
Un sonido suave, casi ahogado, flotaba desde la sala. Camila frunció el ceño y caminó con sigilo. Había aprendido a no confiar en los momentos de aparente calma. Cuando asomó la cabeza por el pasillo que daba al salón, lo vio.
Y no pudo moverse.
Verónica estaba desnuda sobre el sofá, apoyada en las rodillas, los brazos extendidos hacia el respaldo. Su cuerpo maduro se arqueaba con una entrega que jamás habría querido ver. Y detrás de ella... estaba Julián.
Igualmente desnudo.
Su espalda ancha, marcada por músculos definidos, subía y bajaba con cada respiración. Una mano descansaba sobre la cintura de Verónica. La otra descendía, guiándose con lentitud. Su cuerpo era una escultura en movimiento. Firme, preciso, provocador. Su piel tostada contrastaba con el brillo sutil de la transpiración. Y más abajo...
Camila parpadeó.
Pero no se fue.
Se quedó mirando. Tensa. Incómoda. Fascinada.
Fue entonces cuando él giró el rostro. La vio.
Y por un instante, ninguno de los dos se movió.
Julián no se cubrió. No se excusó. Solo la miró con intensidad, como si supiera exactamente lo que estaba pensando.
Camila sintió cómo se le encendía la piel. No fue vergüenza. Fue rabia. Y algo más oscuro, más confuso, que le quemaba por dentro. La voz de su madre rompió el instante.
-¿Qué...? ¡Camila!
Verónica intentó cubrirse, jadeando. Julián no dijo nada. Siguió observándola mientras ella daba un paso atrás, sin bajar la mirada.
Y en su mente ya se había prendido una chispa.
No iba a permitir que él siguiera robando la atención de su madre.
Y si para demostrarle que no era el hombre que Verónica creía...
tenía que jugar sucio, lo haría.
El agua caía a borbotones en la pileta, mezclándose con el zumbido sordo que tenía Camila en los oídos. Sus dedos tamborileaban nerviosos sobre la mesa, su mirada clavada en la ventana como si algo fuera a explotar en el jardín. No podía dejar de verlo. A Julián. Su espalda. Su cuerpo. La forma en la que la había mirado cuando la vio ahí, parada en la entrada de la sala. No había ni rastro de culpa en su rostro. Solo una calma cínica. Un desafío mudo.
-¿Vas a hablar? -dijo una voz a su espalda.
Era él.
Camila no giró de inmediato. Quería que sintiera su desprecio, pero también... quería medirlo.
Él se apoyó contra el marco de la puerta, su camiseta gris ceñida a un torso atlético que parecía tallado con precisión. Su barba de dos días y los ojos oscuros le daban un aire casi hipnótico.
Ella permaneció en silencio, cruzando los brazos, manteniendo la mirada fija en el vacío.
-No sabíamos que habías vuelto -murmuró él con esa sonrisa ladina, sin esperar respuesta.
Camila respiró hondo, sin decir nada, y dejó que el silencio hiciera todo el trabajo.
Él dio un paso adelante, acortando la distancia, y sus ojos buscaron los de ella.
-¿Te molesta que la haga feliz? -preguntó con voz tranquila.
Ella apretó los labios y desvió la mirada, pero no dijo una palabra.
-¿No vas a decir nada? -insistió Julián.
Ella solo le lanzó una mirada fría y se retiró unos pasos, dejando claro que no tenía intención de hablar.
Él sonrió como si acabara de ganar una pequeña batalla.
-¿Quieres demostrarme algo? -preguntó.
Nada.
Sólo un silencio que pesaba más que mil palabras.
La tensión entre ambos era palpable, como un juego en el que las reglas todavía estaban por definirse.
Camila cerró la puerta de su habitación y se apoyó contra ella, respirando hondo mientras sentía cómo su cuerpo vibraba por dentro. No era solo rabia ni frustración; era una mezcla peligrosa de poder e impulso que le quemaba la piel. Estaba segura de algo: Julián no era inmune. Bajo esa fachada de arrogancia y calma, había visto algo que no esperaba. Deseo contenido.
Se desnudó lentamente frente al espejo. Su cuerpo joven y tonificado le devolvía la mirada con firmeza. Sus pechos redondos y hermosos se alzaban con naturalidad, perfectamente proporcionados, y sus nalgas firmes, resultado de horas en el gimnasio, le daban una silueta que sabía irresistible. No necesitaba exagerar, solo dejar que él la viera así, sin tocarla.
Eligió un vestido corto, suelto, sin sostén debajo. No era provocativo, pero sí insinuante, justo lo que quería. Que Julián se preguntara, que se distrajera, que empezara a imaginar.
Bajó las escaleras cuando el reloj marcaba las ocho y media. Su madre estaba en la cocina, distraída con la cena, y Julián sentado en la sala, con una cerveza en la mano y el celular en la otra.
Camila pasó a su lado sin mirarlo, aunque sabía que la había visto. Sintió el peso de sus ojos en su espalda. Se sentó en el comedor y cruzó las piernas lentamente. Luego las descruzó, dejando que el movimiento mostrara la firmeza de sus nalgas. Cada gesto era calculado, sutil.
Durante la cena, habló poco. Rió en los momentos precisos y dejó que los silencios crecieran entre las palabras. Bebía agua y permitía que una gota rodara por su labio inferior. Se limpiaba la boca con una servilleta sin prisa. De vez en cuando, sus ojos se encontraban con los de Julián por un instante, para luego apartarlos dejando su mirada colgando.
Cuando su madre se levantó a buscar más servilletas, Camila aprovechó para inclinarse y recoger algo del suelo, dejando a propósito que el vestido se alzara un poco, mostrando la curva perfecta de sus nalgas firmes. No era una provocación descarada, pero sí suficiente. Otra vez, sintió el peso de la mirada de Julián. No dijo nada. No hacía falta.
Terminada la cena, se levantó y pasó junto a él, dejando que su perfume quedara flotando entre ambos.
-Duerme bien, Camila -dijo él con voz baja, áspera.
Ella no respondió, solo giró ligeramente el rostro como si lo hubiera escuchado y sonrió de lado.
Subió las escaleras sin prisa, consciente de que cada paso era un movimiento en una partida mucho más peligrosa de lo que había pensado. Porque aunque todo esto había empezado por rabia y celos, ahora era algo distinto.
No solo quería abrirle los ojos a su madre.
Quería que Julián la deseara de verdad.
Y estaba segura de que él no tardaría en empezar a jugar.
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