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El joven asistente entra a trabajar para el CEO más frío de la ciudad. Lo que no sabe es que este hombre fue su amor de juventud... y que el CEO sí lo recuerda.
El joven asistente entra a trabajar para el CEO más frío de la ciudad. Lo que no sabe es que este hombre fue su amor de juventud... y que el CEO sí lo recuerda.
El sonido de los tacones sobre el mármol resonaba como metrónomo en el pasillo central del piso 47. La recepcionista no levantó la vista cuando anunció, con voz monótona, que el señor Devereux ya se encontraba en su oficina. Tampoco reaccionó al ver al muchacho delgado, de traje visiblemente nuevo, que aguardaba frente a la puerta con un portafolio apretado contra el pecho. Los nuevos asistentes llegaban y se iban con la misma velocidad.
Pero había algo en los ojos de ese chico-algo entre el miedo y la fascinación-que le hizo alzar la vista por una fracción de segundo antes de volver a su pantalla.
-Puedes pasar -dijo, sin emoción.
Elías se acomodó la corbata mientras tomaba una gran bocanada de aire. Su reflejo en el cristal negro de la puerta le devolvía la imagen de un joven de veinticuatro años que no estaba preparado para el mundo al que estaba a punto de entrar. Pero no podía echarse atrás. Había trabajado muy duro para conseguir esa entrevista, para convencer al departamento de Recursos Humanos de que, aunque venía de una universidad poco reconocida y no tenía contactos influyentes, su disciplina era inquebrantable.
-Señor Devereux... -susurró al entrar, apenas cruzando el umbral.
La oficina era amplia, elegante, silenciosa. Madera oscura, detalles metálicos, una gran ventana que ofrecía una vista privilegiada de la ciudad. Sentado tras un escritorio minimalista, con un expediente abierto y una mirada que podía cortar el aire, lo esperaba el hombre que dirigía todo aquello.
Alexander Devereux.
La primera impresión no fue amable. Ni siquiera fue humana.
-Llega cinco minutos tarde.
Elías sintió cómo se le encogía el estómago.
-Mis disculpas, señor. El ascensor... hubo un retraso en la recepción.
-La puntualidad no depende del tráfico ni del personal de seguridad. Depende de ti.
Asintió, tragando saliva, sin saber si hablar o no. Alexander no levantaba la vista del expediente, pero cada palabra parecía calculada, como si hubiese estado ensayando esa escena mucho antes de que Elías llegara.
-Su currículum es... aceptable -añadió finalmente-. No hay méritos extraordinarios, pero tampoco errores imperdonables. Tiene una licenciatura en comunicación empresarial, un año de prácticas, tres recomendaciones. ¿Por qué quiere trabajar aquí?
La pregunta lo tomó por sorpresa. No por su complejidad, sino por lo absurdo que le resultaba tener que justificarlo. ¿Quién no querría trabajar para Devereux Enterprises? Pero sabía que responder eso sería un error.
-Porque quiero aprender de los mejores. Y usted, señor, tiene una trayectoria que admiro profundamente. Quiero absorber todo lo que pueda y demostrarle que puedo estar a la altura.
Alexander alzó la mirada.
Por primera vez, lo miró. Y en ese instante, hubo un ligero temblor en el aire. No fue un temblor real, por supuesto, pero Elías sintió que el mundo se detenía una fracción de segundo cuando aquellos ojos grises, helados como acero, se posaron sobre él.
Y sin embargo... para Alexander, fue como si le hubiesen arrancado el aire de los pulmones.
El niño había crecido.
Habían pasado casi diez años desde aquella última tarde en el internado, donde las palabras quedaron colgando en un pasillo vacío y una promesa no cumplida lo marcó para siempre. Elías no se parecía al adolescente risueño y testarudo de entonces, pero había algo en la curva de su boca, en la forma en que entrecerraba los ojos, que lo golpeó directo en el pecho.
Lo recordaba. Por supuesto que lo recordaba.
Pero él... no mostraba el menor indicio de saber quién era Alexander Devereux.
-Comenzará mañana -dijo, tras una pausa demasiado larga-. A las 7:00 a.m. Mi asistente personal le dará acceso a la agenda. Y una advertencia, señor Vega: este puesto no es para pusilánimes. Le exijo perfección, rapidez y discreción absoluta. ¿Está claro?
-Sí, señor -respondió Elías, con una mezcla de alivio y tensión.
-Puede retirarse.
Elías giró sobre sus talones, deseando no tropezar, no decir nada fuera de lugar. Cerró la puerta con cuidado. Una vez fuera, soltó el aire contenido y apoyó la espalda contra la pared. No supo si sentirse agradecido o aterrorizado. El puesto era suyo. Pero el hombre que acababa de mirarlo parecía más una máquina de precisión que un ser humano.
Mientras tanto, dentro de la oficina, Alexander no se movía.
Seguía mirando el expediente abierto, pero ya no veía letras.
Veía a Elías, a su risa, a la promesa que nunca llegó a cumplir.
Y a esa pregunta que lo atormentaba desde entonces:
¿Por qué me olvidaste tú... si yo nunca te olvidé?
-Bienvenido de vuelta -susurró para sí mismo, apenas audible-. Esta vez... no pienso dejarte ir.
Pero Elías no lo sabía. Aún no.
Y el juego apenas había comenzado.
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