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Máximo, mi esposo y jefe, siempre decía que sus manos estaban hechas para diseñar, no para ensuciarse, mientras las mías levantaban nuestro imperio arquitectónico. Un día, mi mundo se congeló al ver su publicación en Instagram: sonreía radiante en un viñedo, con las manos manchadas de uva, junto a una descripción cínica sobre "hombres de verdad que cierran tratos en la ciudad y cosechan en el campo". El lugar no era cualquiera; era la viña familiar de Leon, nuestro junior de arquitectura, el mismo al que Máximo, según él, había tenido una "reunión de emergencia" fuera de la ciudad. Pero la mentira no terminó ahí; apenas le di 'me gusta' a esa foto, nuestro chat de trabajo explotó y Máximo me llamó furioso, exigiendo que me disculpara públicamente con Leon por haber "insultado sus humildes orígenes". ¿Qué le diría? ¿Que la única burla era él? La indiferencia total que sentí al recordar cómo casi muero por su negligencia durante un ataque de asma me hizo ver todo con claridad. Entonces, colgué, y con una calma helada, decidí que ya no sería cómplice de su farsa; era hora de que mi pasado fuera un circo sin mí en el espectáculo.