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En nuestro séptimo aniversario de bodas, esperaba a Sofía en el restaurante más caro de Medellín, con un collar de esmeraldas y 99 promesas de amor grabadas en el techo de nuestra casa. Pero ella nunca llegó; en su lugar, una historia de Instagram la mostraba radiante, fascinada por un artista callejero llamado Leo, el inicio de una obsesión que destrozaría mi vida. Sofía, cegada por ese capricho, me abandonó en una carretera asfixiándome, pisoteó las cenizas de mi madre y hasta me empujó por las escaleras para meterme a su nuevo "juguete" en casa como cuidador. Con cada traición, con cada dolor, la vi desmantelar mi existencia, reemplazar nuestro pasado y amenazar a mi familia, sin importarle mi sufrimiento ni el sentido de la cordura. Ya no había nada que salvar; con el corazón en cenizas, borré la última promesa, empaqueté mi vida en silencio y, sin que ella lo supiera, desaparecí para siempre, dejando que el juramento de su amor eterno se quemara hasta volverse polvo.