-Cinco quilates -murmuró para sí mismo, con una sonrisa estúpida que no podía borrar-. Sofía se va a desmayar.
El ascensor emitió un suave timbre y las puertas se abrieron directamente al ático. Se suponía que él todavía estaba en un vuelo sobre el Pacífico, aterrizando mañana por la mañana. Pero Damián había movido cielo, tierra y dos jets privados para llegar doce horas antes. Era su tercer aniversario. Quería ver la cara de Sofía cuando entrara por la puerta, quería despertar a su lado, quería demostrarle que, a pesar de las reuniones y los viajes, ella seguía siendo el centro de su universo.
El apartamento estaba sumido en una penumbra elegante, iluminado apenas por las luces de la ciudad que se filtraban a través de los ventanales de piso a techo. Había un silencio denso, perfumado con el aroma a nardos frescos que a Sofía le encantaban.
Damián dejó su maletín en la entrada con cuidado, evitando hacer ruido. Caminó sobre la alfombra persa, aflojándose la corbata, sintiendo la adrenalina de la sorpresa.
-¿Sofía? -susurró, pero nadie respondió.
Avanzó hacia la sala principal. Fue entonces cuando vio la primera señal. Una copa de vino tinto, a medio terminar, reposaba sobre la mesa de centro de cristal. Al lado, otra copa. Vacía. Y una botella de Château Margaux del 95, una cosecha que Damián guardaba para una ocasión especial.
Frunció el ceño. Quizás Claudio había pasado a dejar algunos papeles. Claudio Vega no solo era su Director Financiero y mano derecha, era su hermano en todo menos en sangre. Se conocían desde que compartían fideos instantáneos en el dormitorio de la universidad. Si alguien tenía permiso para beberse su vino de tres mil dólares, era Claudio.
Pero había algo más.
Una chaqueta de traje estaba tirada descuidadamente sobre el respaldo del sofá de cuero blanco. Damián se detuvo. Conocía esa chaqueta. Él mismo se la había regalado a Claudio cuando cerraron el trato con los inversores alemanes el mes pasado.
Una extraña sensación de frío le recorrió la nuca, un instinto primitivo que su cerebro racional intentó silenciar de inmediato. «Están celebrando el cierre del trimestre», pensó. «Seguro le están preparando una sorpresa para mi regreso».
Pero el silencio de la casa no se sentía festivo. Se sentía cómplice.
Caminó hacia el pasillo que llevaba al dormitorio principal. A medida que se acercaba, escuchó un sonido. No eran voces discutiendo estrategias de negocio. Era una risa. La risa de Sofía. Una risa suave, gutural, íntima. Esa risa que él creía que solo le pertenecía a él en la oscuridad de la madrugada. Y luego, la voz de un hombre. Grave, segura, dueña de la situación.
El corazón de Damián dejó de latir por un segundo. La caja de terciopelo en su bolsillo de repente se sintió como una piedra ardiendo.
Empujó la puerta de roble entreabierta.
La escena se grabó en su retina con la violencia de un flash fotográfico. Las sábanas de seda egipcia, las que habían comprado juntos en su luna de miel, estaban enredadas en el suelo. Y en la cama, iluminados por la luz ámbar de las lámparas de noche, estaban ellos.
Sofía, con la espalda arqueada, el cabello rubio cayendo en cascada sobre los hombros desnudos. Y Claudio. Su mejor amigo. Su socio. El padrino de su boda. Claudio estaba sobre ella, besando su cuello con una familiaridad que a Damián le revolvió el estómago.
El mundo se inclinó sobre su eje. El ruido en los oídos de Damián fue ensordecedor, como si el cristal de la torre se hubiera roto en mil pedazos.
-¿Qué demonios...? -La voz le salió rota, irreconocible.
El movimiento en la cama se detuvo abruptamente. Sofía soltó un grito ahogado y se cubrió el pecho con la sábana, sus ojos azules muy abiertos, no con arrepentimiento, sino con el terror de haber sido descubierta antes de tiempo. Claudio, sin embargo, no se apresuró. Se giró lentamente, con una calma que heló la sangre de Damián.
-Damián -dijo Claudio, con la respiración aún agitada-. Llegaste temprano. Eso no estaba en el itinerario.
Damián dio un paso atrás, sintiendo que le faltaba el aire. Miró a su esposa, buscando una explicación, una negación, algo.
-¿Sofía? -suplicó.
Ella apartó la mirada. Ese gesto fue más doloroso que si le hubiera clavado un cuchillo en el pecho.
-Damián, por favor, no hagas una escena -dijo ella, con la voz temblorosa pero fría-. Sabías que esto no funcionaba. Siempre estás viajando. Siempre es la empresa. Claudio... Claudio siempre ha estado aquí.
-¿Que no funcionaba? -Damián sintió que la ira comenzaba a hervir bajo el shock-. ¡Te acabo de comprar un jodido diamante en Tokio! ¡He construido todo esto para nosotros!
-Lo construiste para tu ego, Damián -interrumpi Claudio, levantándose de la cama y poniéndose los pantalones con una indiferencia insultante-. Siempre has sido el genio, el visionario, el gran Damián Cruz. Y nosotros... solo los accesorios. La esposa trofeo y el contador glorificado.
-Eres mi hermano -escupió Damián, cerrando los puños hasta que los nudillos se pusieron blancos-. Te di la mitad de todo.
-Me diste las migajas -replicó Claudio, caminando hacia él. Se detuvo a unos metros, con una sonrisa torcida-. Pero no te preocupes. Eso se acabó. Sofía y yo hemos hecho algunos... ajustes.
En ese momento, el sonido de sirenas rompió la atmósfera tensa del apartamento. No sonaban lejos, en la calle. Sonaban abajo, en la entrada del edificio. Y se acercaban.
Damián miró hacia la puerta, confundido.
-¿Llamaste a la policía? -preguntó, incrédulo.
-Hace diez minutos, cuando el conserje me avisó que habías entrado al edificio -dijo Claudio, revisando la hora en su reloj de oro-. Tienen una orden de arresto, Damián. Fraude masivo. Desvío de fondos. Lavado de dinero. Parece que has estado robando a tu propia empresa durante años.
Damián parpadeó, incapaz de procesar las palabras.
-¿De qué estás hablando? Yo nunca...
-Las cuentas en las Islas Caimán dicen lo contrario -dijo Sofía suavemente. Ya se había puesto una bata de seda y ahora estaba de pie junto a Claudio. Su mano buscó la de él, entrelazando sus dedos. Esa imagen terminó de romper a Damián-. Están a tu nombre, cariño. Tus firmas digitales están en todas las transferencias. Claudio descubrió las irregularidades ayer. Como buen Director Financiero, tuvo que reportarlo a la Junta y a las autoridades. Es... desgarrador.
Damián sintió que el suelo desaparecía. Todo encajaba. Las reuniones a puerta cerrada que Claudio había tenido últimamente. Los documentos que le había hecho firmar apresuradamente entre vuelos. La insistencia de Sofía en que pusiera ciertos activos a su nombre por "seguridad".
No había sido una aventura de una noche. Había sido una ejecución meticulosamente planeada.
-Me incriminaron -susurró Damián, la comprensión cayendo sobre él como una losa de cemento-. Ustedes... lo planearon todo.
-No es personal, Damián. Son negocios -dijo Claudio, encogiéndose de hombros-. Y un poco de placer, claro.
La puerta del apartamento se abrió de golpe. Cuatro oficiales de policía entraron con las armas desenfundadas, seguidos por dos detectives de delitos financieros que Damián había visto en las noticias.
-¡Damián Cruz! -gritó uno de ellos-. ¡Manos donde pueda verlas!
Damián miró a los policías, luego a la pareja que estaba frente a la ventana panorámica. Sofía apoyó la cabeza en el hombro de Claudio, interpretando el papel de la esposa devastada por los crímenes de su marido. Claudio lo miró con una suficiencia que prometía que esto era solo el comienzo del infierno.
-¡Al suelo! -ordenó el oficial, empujando a Damián.
Su cara golpeó contra la alfombra persa. Sintió el frío del metal apretándose alrededor de sus muñecas. El dolor físico fue agudo, pero no se comparaba con la agonía que le quemaba el pecho.
Mientras lo levantaban bruscamente para sacarlo de su propio hogar, Damián logró girar la cabeza una última vez.
Claudio levantó la copa de Château Margaux que había quedado a medio terminar. La alzó en un brindis silencioso hacia Damián, una despedida burlona al hombre que había sido. Sofía ni siquiera lo miró; ya estaba revisando su teléfono, probablemente preparando el comunicado de prensa donde se declararía víctima de las mentiras de su esposo.
Los flashes de las cámaras estallaron en su rostro tan pronto como cruzó la puerta del edificio, cegándolo. Claudio también había llamado a la prensa. Querían el espectáculo completo. Querían verlo destrozado, humillado, acabado.
Damián bajó la cabeza mientras lo empujaban hacia la patrulla, sintiendo cómo las lágrimas de rabia e impotencia se mezclaban con la lluvia que había comenzado a caer.
En ese momento, en el asiento trasero de una patrulla policial, con su vida hecha pedazos y su corazón arrancado, Damián Cruz murió.
Cerró los ojos, y en la oscuridad de su mente, una sola promesa comenzó a tomar forma, fría y dura como el acero. No volvería a ser el rey ciego. Si sobrevivía a esto, regresaría como el verdugo.
Y entonces, Claudio y Sofía desearían haberlo matado esa noche.