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Reina Maldita

Reina Maldita

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Alanis Vanter es apodada "La Reina" por manejar los consorcios más importantes, entre ellos, los de diamantes, de toda Sudáfrica. Es dura, cortante y cruel con todos los que le rodean y no quiere saber nada del amor. Pero sólo su mejor amiga, Sanza Botha, conoce la razón. Su primer amor, Dylan Serway, le lanzó una terrible maldición con la cual está condenada a ver morir a cualquier hombre que se enamore de ella y vivir de manera rutinaria y monótona, a menos que regrese con Dylan. La maldición parece eterna, pero y si existiera alguien que desafiara toda norma, riesgo y se encontrara dispuesto a entrar en el corazón atormentado de la reina... ¿Se atrevería?

Capítulo 1 El Presente

“Toda reina es una mujer, pero no toda mujer es una reina”

-Mehmet Murat Ildan

“Las iras de los amantes suelen parar en maldiciones”

- Anónimo

“Los diamantes se encuentran sólo en la oscuridad de la tierra y la verdad en la oscuridad de la mente”

- Víctor Hugo

- ¡Eres una maldita! ¡Te odio! ¡Te odio, Alanis! ¿Por qué?

- ¡Cállate y escúchame, Kristen! ¡En realidad te hice un favor! ¡Peter Barthes es un estafador! ¡No te iba a traer nada bueno! ¡Te estaba utilizando para lle-gar a mí!

- ¿Porque tú sí eres la que se va a convertir en la reina del consorcio? – gritó Kristen con dolor.

Una bofetada cruzó la cara de Kristen. Alanis la mi-ró con una rabia casi asesina.

- Yo no tengo la culpa de que nuestros padres me hayan concebido a mí primero. Bien sabes que detesto ser la hermana mayor. Por mí, tú podrías ser la próxima reina de Sudáfrica.

- No tenías porqué engatusarlo…

- ¿Me hubieras creído que no te amaba si no lo hubiera hecho?

- ¡No!

- ¿Entonces? – Alanis encendió un cigarro en la estancia donde se encontraban las dos hermanas después de que Naima, la guardaespaldas personal de Alanis, se hiciera cargo de sacar a Peter Barthes de la mansión Vanter.

- Eres tan… - Kristen quería sacar su coraje, pe-ro Alanis la contuvo.

- Guárdate tus groserías. A quien deberías odiar es a Peter Barthes. Deberemos decirle mañana tem-prano a Devon que limpie tu desorden y se deshaga de cualquier foto donde salgas con ese truhán.

- ¿Es que quién demonios te crees que eres? – replicó Kristen mientras veía a su hermana inhalar el humo de su cigarro. – Eres fría, dura, altanera, no tienes entrañas ni corazón… ni siquiera para mí que soy tu hermana.

- Tienes razón. No los tengo… y no los necesi-to. Deberías aprender algo de mí.

- ¿Para convertirme en la perra maldita que eres?

- Quizás.

- ¿Johari? – Naima tocó a la puerta de la habita-ción de Alanis.

- Entra. Y sabes que detesto que me llames “johari”. No soy tu joyita. ¿Te deshiciste de Barthes?

- Barthes no te molestará ni a ti ni a tu hermana en mucho mucho tiempo…

- Bien.

- ¿Kristen no lo tomó bien, verdad?

- No me importa como lo tome. Ese tipo estaba jugando con ella y punto. Tenía que interferir.

- ¿Y cuántas veces más vas a seguir interfiriendo en todo a lo que respecta al amor o al cariño, “joha-ri”?

- ¡Que no me llames así! Y tú ya sabes muy bien que en esta casa no hay ni cariñitos, ni amor, ni nada de eso…

- Yo te quiero…

- Tú quieres a todas, Naima y te tengo como mi guardaespaldas porque eres buena con tus músculos y las navajas. Nada más.

- Cuando me contrataste, recién la muerte de tus padres, pensé que eras así por el duelo que les guar-dabas. Pero ahora, cada vez que pasan los años, me doy cuenta que no es así. Te faltan seis meses para cumplir la mayoría de edad y heredar el consorcio y te comportas como una mujer…

- ¿Amargada?

- Mmm… no exactamente. Es como si alguien o algo te hubiera extirpado cualquier deseo de ser feliz. Tu vida es una rutina, monótona, predecible.

- ¿Y eso es malo?

- No, pero…

- Entonces es mi problema. ¿Te pago para que seas mi terapeuta?

- No.

- Entonces no te metas.

Naima decidió callarse y se retiró. Ya estaba en la puerta y se dio la vuelta.

- ¿Alguna vez me contarás que te hicieron?

Alanis se quedó callada y miró a la negra de pe-lo corto, casi rasurado. Suavizó la voz y murmuró.

- Tal vez.

Al día siguiente, Alanis llegó al edificio princi-pal del consorcio Royale Diamonds. El 55% de las acciones pasarían a su poder en seis meses, cuando cumpliera 21 años, de acuerdo al testamento de sus padres. Acciones, empresas, hoteles y bancos de to-da Sudáfrica pasarían a su control y se le conocería como “La Reina”, título que había tenido en vida su madre. A pesar de todo, ya comenzaban a apodarla así. Ya nada le impedía accesar a esa vida de lujo y riqueza. Técnicamente, ya era la reina de Sudáfrica. A su hermana Kristen llegaban a apodarla “La Prin-cesa” pero reina sólo había una y ésa era ella. Devon salió de inmediato a recibirla.

- Alanis, tenemos unas fallas con…

- No me importa… Háblame de si solucionaste el problema que te encargué de Kristen y Peter Bart-hes.

- Sí, claro. Estuvieron llamando de varias revis-tas, pero negué que tú o tu hermana estuvieran invo-lucradas con el señor Barthes y tuve que hacer algu-nos pagos a ciertos reporteros para que me entrega-ran algunas fotos originales.

- ¿Ya las tienes en tu poder?

- Sí.

- Las quiero en mi escritorio. Ahora.

- De acuerdo. El heredero de Blue Nile Dia-monds, Edward Black, llamó y pidió cenar con usted hoy a las ocho de la noche. ¿Qué le digo?

- Edward otra vez… ¿Cómo vamos con las transacciones de sus joyerías?

- Lento.

- De acuerdo, cenaré con él. Reserva donde siempre. No iré a donde él quiera. Infórmale donde estaré.

- Bien. Tienes junta a la una de la tarde con los accionistas.

- Pospónla.

- No puedo. Viene el principal accionista des-pués de ti.

Alanis sintió que un aire frío se colaba por sus hue-sos.

- ¿Dylan Serway?

- Exacto.

- Cancela mis reuniones de la mañana y manda traer a Sanza Botha. La quiero aquí en menos de 40 minutos.

- Pero…

- ¡En menos de 40 minutos, dije!

- ¡A la orden!

Devon salió corriendo con el celular en la mano tratando de localizar a Sanza Botha. Cuando Alanis quería verla, era imperioso que la encontrara. Alanis se llevó la mano a la frente llena de desespera-ción.

- ¡No! ¡Ahora no! ¿Por qué?

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