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Historia
Clásico 2 No.2
Palabras:1473    |    Actualizado en: 14/11/2018

¡Caramba con su madrina! Mientras más trabada la lengua, más violenta para echarle a él unas de machete y otras de cañafístula. ¿Por qué sería así su madrina? El cuitado, entre si rabio o lloro, guarda rifle y flechas bajo la estera del camastro calandrajiento donde dormía, por allá en el rincón más oscuro del tugurio. Toma en volandas el pedazo de pan negro, las dos papas y el plato de cuchuco, ya con nata arrugada por el frío, y… otra vez en busca de la vida.

II

La niña Belén cierra las puertas de su alcázar, se tira sobre el jergón y descabeza un sueñecito de dos horas. Despiértase tan bien, que hasta se siente hermosa y más apta que nunca para la pelea.

No es ni vieja: apenas frisa en las tres docenas; y a no ser por los efectos de la chicha, que ya principian a manifestarse en ese cuerpo gentil, aún quebrara corazones la viuda del maestro Arana.

Por lo mismo que su matrinomio no fue, propiamente, el paraíso de las dichas, ni ella el espejo de las casadas, aspira a segundas nupcias; que un clavo saca otro clavo, y al ladrón arrepentido hay que dejarlo entrar para que muestre su enmienda.

Es su designado para tan alto puesto nada menos que el maestro Ricardo Albarracín, viudo con dos hijos, zapatero de viejo, que tiene por allí cerca un simulacro de taller. Y como el amor fue siempre la gran fuente de inspiraciones, cátame que a la niña Belencito le viene, en tal momento, una idea, una idea redentora. Dicho y hecho.

Hace arqueo, saca plata y sale; se entra en un tenducho; merca por treinta pesos un mamarracho de muñeca, manufacturada en el país y hasta una libra de confites ordinarios. Torna a su casa, se emperejila, se pone cintajos en la cabeza, se echa encima los mejores trapos. Saca las flechas y el rifle; trata de doblarlo y no puede. Se lo amarra entonces en la cintura con la caja hacia arriba y cubre el cañoncito con el delantal. Toma lo otro, cubre todo con el pañolón, cierra y… caminito de mi dicha.

Ni el más leve escrúpulo la escuece. ¿Por qué? ¿Qué iba a hacer ese chino feróstico con el tal escopetín? Holgazanear, molestar, poner pereque o matar a algún cristiano. Sí. Era muy capaz de eso y de mucho más si a mano le venía. Si era tan perverso como la infame que lo había echado al mundo; un culebrón, una tatacoa. ¡El zarcucio éste la tenía jubilada. No había salido de él porque… porque siempre la ayudaba! ¡Valiera la verdad!

Era la niña Belén una de tántas infelices que llevan en su sangre la tuberculosis del vicio. Nacida y criada entre el foco fue un milagro el que hubiese conservado sus pulmones hasta su matrimonio. Pero este santo estado, que a tántos salva, la perdió a ella de un modo galopante. No pudo, por más que lo pidiese a cuanto Cristo hubo, juntar a la de esposa la corona de madre, ni supo guardar aquélla cual debiera. El tal Arana le resultó, desde el principio, muy partidario de la poligamia; y ella tuvo por lógico y equitativo acogerse a la ley mosaica de ojo por ojo y diente por diente.

Las mutuas hazañas de aquel matrimonio endiablado se resolvían en una epopeya palpitante de pescozones a la aurora y escandaleras al ocaso. El cónyuge le prendió, junto al suyo, otro lar, con mucha leña y mucha llamarada. En él se recogía, porque lloviera o porque hiciese sol; en él cifró sus delicias; en él se consiguió lo que no pudo en la incubadora bendecida: un polluelo, como un sol. Pero lo bueno nunca dura. Murió el ave de arrullo melodioso y el nido se deshizo. ¿Qué iba a hacer el pobre pajarraco? Traerle el pichón a la gorriona abandonada para que lo abrigase bajo el plumaje helado de una maternidad postiza.

Sentíase la mísera en la picota del ridículo. Así y todo bregó por querer de algún modo aquel inocente; que no hay mujer que no sea madre en cualquier forma. Mas no pudo mover aquel cariño. En ese corazón leproso no había una fibra siquiera donde pudiesen brotar tan santas caridades. Por fortuna que el padre velaba por su chico y le asistía cuanto un hombre pueda hacerlo. Tánto le quiso que cualquier día le reconoció por escritura pública. Esto envenenaba más, si era posible, a la esposa infecunda. Preparándose estaba para abandonar por siempre aquel techo que le era insoportable, cuando le llevaron muerto y destrozado al esposo aborrecido. Y era tal el tósigo que acendraba aquella entraña, que la viuda sólo vio en aquella tragedia el castigo del culpable y su propia liberación.

A más no poder retuvo en el suyo al huerfanillo: amigos y allegados, lograron que entendiese que si le abandonaba en manos extrañas, ponía en riesgo la mitad de dos barracas y de un lote, que le pertenecían legalmente, como herencia de su marido. Ni escuela ni enseñanza de ninguna especie para aquella criatura que parecía sobrar en la tierra. Su dulzura y docilidad las tomaba la madrastra a hipocresía y falsedad, viendo en él trasunto fidelísimo de su madre. Pronto lo mandó a mendigar y, como era tan lindo y tan simpático, como imploraba con una vocecita deliciosa, siempre llevaba algo a la casa. El mismo, sin que a Belén se le ocurriese tal oficio, se fue entablando en el de limpiabotas, y figuraba en el gremio como el más chiquitín y andrajoso. De ahí adelante lo fue explotando, a más y mejor, la desgraciada mujerzuela.

Henchida de esperanzas se encamina, un tanto envarada por el rifle, al taller de su adorado tormento. Hállalo solo y muy apurado, porque tiene compromisos para el día siguiente, y el oficialillo aprendiz ya se ha declarado en vacaciones. Harto se le alcanzan al remendón las pretensiones de la viuda, de quien tiene las peores referencias. Así es que se pone en guardia acogiendo a la sirena con alguna displicencia. Pero ella no amaina por tan poco. Todavía en pie, le dice muy seductora:

-Hoy no vengo a hacerle ningún encargo, Ricardito. Es que tenemos, esta noche, una parrandita, donde mi comadre Isaura Primisiero; y, como yo soy una de las alferas, vengo a convidalo. ¿No es cierto que no me desaira?

-Mucho le agradezco (sin levantar los ojos del trabajo). Y, desde que pueda, iré con mucho gusto; pero creo que no acabo hasta muy tarde.

-Asómese, aunque sea un momento. Hay novena y van unos piscos que tocan primoroso y una muchacha calentana que canta muy bien. ¡Vaya que no le pesa! ¡Allá verá los bambucos que vamos a echar!

-Haré lo posible; pero no quedo comprometido.

-¡Vaya! No le hace que sea tarde. Venía, también, a trele los aguinaldos pa sus dos chinitos. Como soy tan reservada pa todas, pa todas mis cosas, los treigo muy escondidos. ¡Vea cómo vengo! (Alza él los ojos; ella pone en la mesa flechas, muñeca y confites y se zafa el rifle). Resulta que, como tengo tántas amigas que tienen chinos, no alcanzo pa todos. Esto no es más que pa los preferidos. Este riflecito, con la cajita de flechas, pa Estebitan; la mona pa Carmencita; y estos confites pa que se los reparta a juntos.

-¡Pero, Belén!… ¿Cómo se puso en ésas? -exclama el padre, deponiendo un tantico sus esquiveces.

-¡Eso no vale nada, Ricardito! Y pa eso semos las amigas: pa complacer a los amigos en lo que podamos. Y vea: yo qu'estos que estos regalitos se los dé usté, como cosa suya. La gente es tan fregada que, si comprende qu'es es regalo mío ¡quién sabe lo que dirán!

Belén se sienta; Ricardo desenvuelve el rifle.

-¡Ah, caray! ¡Este es un regalo de rico! Esto le debió costar muchísimo… Con la mona y los dulces era suficiente.

-Yo quiero regalarle a Estebitan algo que le llame la atención: como está tan grande y tan entendido y tan chirriao… A la niña, como toavía está tan patojita, ai le compré ese embustico. Es hasta pecao dale juguetes buenos a los chiquitos, pa que los rompan al momento.

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