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El amor no siempre es aceptado, en algunas ocasiones, se convierte en algo prohibido que no debe ser experimento, sin embargo, el placer que se consigue en esas prohibiciones hace del amor algo mucho más intenso. Las circunstancias los convirtieron en hermanos, aunque, en realidad, nunca lo fueron. ¿Pero podrán las costumbres poder más que el fuego de un amor que empieza a crecer en sus corazones? Tras seis años en el extranjero, Alexander vuelve a la casa de su padre, encontrándose con la sorpresa de que su hermanita ha crecido demasiado... De la misma manera, Hazel nota que su hermano es mucho más apuesto. Hasta que las cosas ocurren un día, sin proponérselo...
-¿Qué tanto miras?-la voz de su hermano la sorprendió en su incesante inspección.
Sin darse cuenta, nuevamente se encontraba perdida en la simetría de sus facciones. «¿Cómo era posible que una persona pudiese ser tan perfecta físicamente?» Hazel no lo entendía, solo podía quedarse embelesada de tanto en tanto con la belleza de su hermano.
-¿Entonces?-apremió él, queriendo saber qué era eso que la tenía tan distraída.
La chica se sintió en apuros inmediatamente, en el pasado su hermano solía ayudarla con sus deberes escolares y ahora que había regresado esas costumbres no parecían haber cambiado, sin embargo, su concentración no llegaba a ser la misma.
-Es que...
Los ojos grises del hombre la atravesaron, mientras ella sentía que su cara ardía. «¿Se estaba volviendo loca entonces?» con ese pensamiento la muchacha descubrió que sí, que la locura parecía querer alcanzarla de la manera más inoportuna.
Alexander era su hermano, no debería empezar a sentir cosas por él... Sin embargo, el corazón no parecía entender razones y de esa manera un amor fue floreciendo en su interior sin siquiera haber sido consciente de la magnitud de dicho sentimiento.
Pero las cosas no siempre fueron así, antes de que su hermano volviera a parecer en su vida su mundo era perfecto...
Hazel con diecisiete años había aprendido que era privilegiada, su vida era todo lo que cualquier chica de su edad soñaba. Sus padres James y Amelia la amaban, sus hermanos Alexander y Lucas eran los guardianes perfectos, siempre la cuidaban en el colegio y sin duda que eran muy atentos, pero en especial él: Alexander.
Lamentablemente, Alexander se había ido a estudiar a Massachusetts hacía mucho tiempo. Razón por la cual, lo extrañaba con locura, su hermano siempre había sido muy unido a ella desde que tenía uso de memoria. Era ese tipo de hermano que pacientemente te explicaba las cosas y te ayudaba con tus deberes escolares, el prototipo de hermano que no encontraba en Lucas, el cual siempre era holgazán y, apenas y se preocupaba por sus propios deberes.
-¡Joder, Lucas, suelta ya esa maldita consola!-solía gritarle su padre cada vez que llegaba del trabajo.
Por el contrario, Alexander siempre había sido el preferido de papá, el niño prodigio, el inteligente, el orgullo.
-¡Genial, muchacho, lo has hecho de nuevo!
James era feliz con todos los diplomas que había acumulado su hijo a lo largo de su vida en la preparatoria, gracias a ello había obtenido una beca para estudiar economía en la universidad de Harvard.
Ella no era tan buena estudiante como su hermano mayor, pero tampoco era tan pésima como Lucas, estaba en ese rango intermedio que podía clasificarse como pasable.
-¿Ya vas a la escuela, cariño?-preguntó su madre al verla salir de su habitación con el uniforme escolar.
-Así es, mamá. Nos vemos más tarde-y se despidió de su madre con un beso en la mejilla.
Amelia al verla partir, sonrió. Hazel era la mejor decisión que hubiese podido tomar. Era su hija, aunque no lo fuese de sangre, la amaba. E inevitablemente, no pudo evitar echar una ojeada al pasado, justamente al día donde todo había comenzado....
Era una mañana lluviosa y recién acababa de mudarse a su nuevo hogar. El hijo de su esposo, Alexander, estaba en aquel proceso de adaptación. Era un niño de cinco años muy inteligente, pero que se rehusaba a darle una oportunidad.
-Ya verás como te gustará vivir con nosotros-solía tratar de animarlo ella, pero el chiquillo solo la ignoraba abismalmente.
Los meses fueron transcurriendo en ese mismo tono, no parecía existir ningún avance entre ellos, por el contrario, las cosas cada día eran más secas y cortantes.
-¿Quieres otro poco?-le ofreció la mujer otra rebanada de pastel.
La reacción del niño fue lanzar aquello al suelo.
-¡No me gusta! ¡Lo odio!
Y salió corriendo a su habitación, con una furia que no debería caber en un cuerpo tan pequeño.
-Cielos, James, siento que Alexander no es feliz viviendo con nosotros.
-Tranquila, ya se acostumbrará.
«¿Lo hará?» se preguntó la mujer no muy convencida.
Por algún motivo, Amelia dudaba que eso fuese posible. Pero prefirió no decir nada al respecto, lo mejor era seguir manteniendo una esperanza viva.
-Lucas, mira lo que te traje, ¿te gusta?
Aquel era el cumpleaños número tres del pequeño Lucas, su hermano lo miraba desde una esquina con sus ojos grises tan sombríos.
-Alexander, ¿ya felicitaste a tu hermano?
El chiquillo bufó.
-¿Por qué debería? Ese de ahí, no es mi hermano.
-¡Alexander!
-Lo ves, James, las cosas no son tan simples.
-¡Ven aquí, Alexander!
-¡No quiero! ¡Voy a irme con mi madre!
Y de esa manera, el niño desapareció de la escena familiar en la que debería formar parte. ¿Pero cómo podría? Esa no era su familia ni ese niño de comportamiento ridículo era su hermano, simplemente se negaba ante la idea de mantener lazos con esas personas.
-¿Qué ocurre, cariño? ¿Quieres volver con mamá?-preguntó Sophie a través de una llamada telefónica.
-¡Ven a buscarme, mami!
-¿Qué haces, Alexander?
Su padre había entrado en ese momento a su habitación, para darse cuenta de que su primogénito estaba realizando una llamada.
-¿Con quién estás hablando?
El niño le pasó el auricular y el hombre no tardó en colocárselo al oído.
-¡No sé qué demonios le estés haciendo a mi hijo, pero iré a buscarlo inmediatamente!
En ese momento, James le dedicó una mirada significativa al pequeño Alexander.
-¿De qué estás hablando? Mi hijo está perfectamente bien conmigo.
-No, tu hijo acaba de llamarme porque, precisamente, no quiere vivir más contigo.
-Alexander-susurró su padre con dolor, no quería que su hijo se fuese de su lado.
Sophie era una mujer muy ocupada, como heredera universal del emporio Evans debía estar a la cabeza del complejo hotelero en Madrid. «¿Con qué tiempo lo cuidaría? ¿Cuándo lo volvería a ver?» se preguntó James, renuente a aceptar la idea de que se marchara.
-No digas tonterías. Tú no tienes tiempo para cuidarlo, Sophie.
-Pues, por lo visto, tú tampoco, o es que mi hijo está llamando porque se encuentra muy feliz viviendo con vosotros.
-Las cosas no son así. Mi hijo Lucas está cumpliendo tres años y Alexander se ha negado a felicitarlo, solamente estaba tratando de que los dos se llevarán bien.
-¡Pues mi hijo no está obligado a tener que aceptar a tu bastardo!
Y así fue como Sophie decidió que viajaría a Italia la próxima semana para buscar a su hijo. James no tuvo más opción que resignarse ante la idea, pero, simplemente, no quería que su hijo se fuese de su lado.
Amelia trató de hacer una última jugada en favor de rescatar la armonía de su hogar, sabía que su esposo no sería feliz si el pequeño Alexander se marchaba, así que, esa tarde invitó al niño al parque, esperando que algún milagro se suscitará.
-¿Qué te parece? ¿No es hermoso?
Alexander miró el parque, los árboles tan altos y esplendorosos, y al césped, encontrándolo verde y aburrido.
-Supongo.
La mujer tendió una manta de pícnic en el césped y espero a que algún milagro sucediera ese día. Solo deseaba que su hijastro cambiará de parecer y no decidiera irse.
Las horas transcurrieron, muchos niños jugaban alrededor, su hijo Lucas corría con energía, mientras Alexander permanecía sentado en el mismo lugar leyendo un libro.
-¿Quieres un poco de jugo?
El niño negó.
Amelia se percató de que había perdido de vista al pequeño Lucas y se asustó de inmediato. La mujer se puso de pie, dispuesta a buscarlo, momento que aprovechó Alexander para irse de aquel ridículo sitio.
Cuando Amelia regresó con su pequeño Lucas en brazos, se percató de que no había rastros de Alexander por ningún lado. La mujer sintió que el mundo se desdibujaba bajo sus pies, mientras ideas atroces llegaban velozmente a su mente.
«¿Y si lo secuestraron?»
-¡Alexander!-gritó con desesperación.
El causante de aquellos desesperados gritos se alejaba corriendo de aquel parque, cruzó una calle y luego otra, sin saber muy bien a dónde iba, solo estaba convencido de que cualquier otro sitio seria mejor que la compañía de aquellos que tanto odiaba.
Lo que no se esperaba el niño era que algo sorprendente ocurriera ese día, una mujer salía de una esquina llorando y en cuanto lo vio le suplicó entre sollozos:
-¡Ayúdala!
Luego de aquello la desconocida corrió como si estuviese siendo perseguida y él no tuvo otra idea que seguir el mismo camino por el que había salido antes. Y entonces lo escuchó, era el llanto de un bebé, tenue pero preciso.
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