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El cursor parpadeaba en la pantalla, ofreciéndome la oportunidad de escapar a Edimburgo, un mundo lejos de esta casa asfixiante y de Sofía. Meses llevaba ignorando los comentarios que defendían ciegamente a Sofía, mientras ella me exigía sacrificar mis sueños por una promesa vacía de ir a Madrid, solo para que pudiera atender a Leo, ese parásito que siempre ponía antes que a mí. Desde la guitarra de mi padre hecha pedazos por sus manos, mi habitación despojada de nuestro mural infantil, hasta la herida en mi sien que arruinó mis exámenes, todo fue por él, y Sofía siempre lo justificaba. Pero el límite se quebró cuando lo encontré saliendo del baño, e Isabel, mi pequeña y dulce hermana, lloraba aterrorizada, acusándolo de haber intentado besarla a la fuerza. La rabia me cegó, y aunque lo golpeé hasta que Sofía me detuvo, ella no vio a Isabel, solo a su preciado Leo. Con el puño ensangrentado, la vi, arrodillada, consolando al mismo monstruo que acababa de asaltar a su hermana, mientras me miraba con reproche. Y entonces, el mundo entero se volvió en mi contra cuando, al día siguiente, Sofía publicó un comunicado oficial, invirtiendo la historia, declarándome a mí el agresor y a Leo la víctima, para proteger su reputación. ¿Cómo pudo la persona que una vez amé, y que pintó un mural de nuestra familia entrelazada, destruirme tan completamente y mentir así? Con el corazón hecho añicos por la traición, cogí a Isabel de la mano, y juntos, dejamos esa casa y el veneno de Sofía para siempre, buscando nuestra propia paz y un nuevo comienzo lejos de las mentiras.