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El frío acero de la espada de Isabella cortaba el aire, su punta contra mi garganta. Su sonrisa torcida, venenosa, era lo último que veía en este mundo. A su lado, Alonso, mi prometido, la miraba con una devoción que nunca me había dado a mí. Mi sangre se derramaba sobre las baldosas de mi propio palacio. "¿Por qué?", susurré, la vida escapando de mi cuerpo. Isabella se agachó, "Porque todo lo que tenías debería haber sido mío. Eras demasiado ingenua para merecerlo." El dolor de la traición superó la herida mortal. Mi prima, a quien traté como hermana, y el hombre a quien entregué mi corazón, me destruyeron. ¿Cómo pude ser tan ciega? ¿Tan estúpida? Cerré los ojos, el odio y el arrepentimiento ardiendo en mi alma. De repente, un grito ahogado escapó de mis labios. Abrí los ojos: estaba en mi cama, en mi habitación, sin rastro de sangre, de herida. Fue un sueño. Pero el recuerdo era demasiado real, el dolor demasiado vívido. Me levanté y corrí al espejo. La joven que me miraba era yo, de hace tres años, justo el día de mi decimoctavo cumpleaños. El día en que todo empezó a desmoronarse. Los vívidos recuerdos de mi vida pasada inundaron mi mente: cada traición, cada manipulación de Isabella, el distanciamiento de Alonso, el ascenso al poder de mi tío Ricardo, padre de Isabella, mientras mi padre, el Rey, veía su salud decaer. "He vuelto", susurré con una sonrisa fría a mi reflejo. "Y esta vez, las cosas serán diferentes." Ellos no sabían con quién se estaban metiendo.