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Creí que mi vida finalmente se completaba cuando el milagro de un embarazo, tan anhelado y costoso, anidó en mi vientre. Pero la alegría se hizo añicos con una notificación de Instagram que reveló a mi esposo, Mateo, el mariachi que yo había impulsado con mi herencia, en los brazos de Sofía, su joven corista. La imagen de ella sentada en su regazo, con un mensaje de "Te amo, mi mariachi", y su descarado comentario burlándose de mí, me heló la sangre. Él llegó a casa, y en lugar de remordimiento, solo hubo excusas patéticas y un desprecio cruel: "Sofía me da vida. ¿Tú qué me das últimamente? Puras quejas." Me culpaba a mí, a mi soledad, a mi deseo de ser madre, por su infidelidad. "Querías inspiración. Aquí la tienes," le dije, marcando el número de mi padre, luego el de la clínica de fertilidad para un nuevo procedimiento. "Sí, una interrupción. Nunca he estado más segura de nada en mi vida."