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Serena es una novicia que está a punto de convertirse en monja. Pero el destino la lleva a trabajar como niñera para Ricardo Marroquín; un exitoso empresario que necesita una esposa para poder concretar negocios importantes. Ella acepta convertirse en la esposa falsa solo con una condición.
Me llamo Serena Young y desde que tengo uso de razón, he estado rodeada de mujeres cubiertas por hábitos en blanco y negro. No conocía la vida fuera del convento hasta la noche de mi cumpleaños número dieciocho.
Como todos los años; las hermanas Jane, Lucía y Génova (las más viejas del convento) se la pasaban el día recordando el momento en que llegué al mundo; hablaban de mis pequeñas manitos, de mis ojos abiertos que miraban fijos a ningún lado, de lo tranquila que fui desde que salí del vientre de mi madre.
―No lloraste más de un minuto ―me dijo la hermana Jane, con ese tono dulce y maternal que tiene su voz. Yo ya me sabía de memoria lo que seguía, pero no podía quitarle el gusto de contármelo otra vez ―escuchaste la voz de tu madre y quedaste en una calma que era tan extraña en un bebé ―agregó con la voz temblorosa, pero aquella historia ya no producía sentimientos en mí ― Enseguida se nos ocurrió nombrarte Serena ― Yo le regalé una sonrisa, o al menos creo que sonreí, de verdad lo intenté, creo que si lo hice porque ella me la devolvió con los ojos vidriosos ―¡Has crecido tanto! ―No pudo contener más las lágrimas, se las limpió con el dorso de la mano antes de derramarlas. Y me sentí terrible por lo aburrida que me parecía escuchar de nuevo aquella anécdota.
―Tu madre estaría orgullosa de la decisión que has tomado ―intervino la hermana Génova y el peso de sus palabras me produjo un temor repentino, sentí aguijonazos en el estómago al recordar lo que me esperaba ―La vida que has elegido llevar no es fácil, pero es realmente satisfactoria ―agregó la hermana Génova y frunció los labios en un evidente intento por contener la emoción.
Ese año tomaría mis votos como monja. La verdad es que nunca tuve claro por qué lo hacía; quizás sentía que no tenía opciones, tal vez me sentía obligada a regresarle a Dios todo lo que él me había dado y la mejor forma de agradecer, era dedicándole mi vida por completo. La idea de morir sin conocer el amor de un hombre o el amor de un hijo, me aterraba. Pero había algo que me aterraba aún más.
Mi madre también vestía el hábito de monja y como todas las demás, se despertaba cada mañana muy temprano a rezar, trabajaba en la cocina ayudando con la preparación de la comida, también limpiaba los pisos, lavaba ropa, cosía, bordaba, lo hacía todo con una sonrisa en los labios y yo era su pequeña asistente y nunca me cuestioné cómo era que una monja tenía una hija.
Durante el día, mi madre era una monja como todas las hermanas, pero en las noches ocurría algo que callé durante mucho tiempo.
La primera vez que lo hizo, realmente me desconcertó; primero se acostó a mi lado y me acarició el cabello por un buen rato, esa noche yo no podía dormir, pero fingí hacerlo para que ella no se enojara. Me estremeció para asegurarse de que yo estuviera dormida, luego sacó algo de debajo de la cama, lo supe porque podía escuchar el roce seco contra las baldosas un olor a cuero se desprendía con el arrastre y oí un zumbido como el de una cremallera al abrirse de un solo jalón. No abrí los ojos hasta que escuché la puerta cerrarse.
Cuando estuve segura de que se había marchado, fui de inmediato a hurgar debajo de la cama, era justo lo que imaginé; una maleta, era grande y vieja, la saqué con dificultad, su contenido me dejó pasmada, tuve que cubrir mi boca abierta con la palma de mi mano. Cerré la maleta y la volví a poner donde estaba, me ayudé empujando con mis piernas. Volví a la cama.
Aquello se repitió una y otra vez. Pero una de esas noches, mi madre no regresó. Desde entonces, la vida fuera del convento me aterró, siempre creí que si salía de ese lugar, terminaría igual que mi madre.
El convento era mi hogar, era el único sitio en el que podía estar segura y la única forma de quedarme ahí para siempre, era tomar los votos de pobreza, castidad, obediencia y clausura y así, convertirme en una hermana de la orden. Eso era exactamente lo que iba a hacer, no había otro destino para mí, pero algo ocurrió; las cosas no salieron como las planeé y terminé fingiendo ser la esposa de Ricardo Marroquín, un viudo joven y millonario, presidente de una de las editoriales más importantes del país.
A primera vista, Ricardo era un gran amargado petulante; lo que yo llamo; un imbécil de manual, pero tuve que soportarlo.
¿Cómo llegué a esto? Toma asiento; es una historia larga y entretenida.
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