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Historia

Capítulo 2 Las naves de la diáspora

Palabras:4772    |    Actualizado en: 12/10/2022

S DE LA

esde unos se saludan y felicitan los más jóvenes, mientras los más ancianos, se acurrucan en un rincón, llorando el destierro injusto a que los someten los reyes de su patria. Pronto verán los inexpertos, hijos de Abraham, como se les trata en Torgarmáh, y que nada si no extraños serán allí. Echarán de menos los colores de Andalucía, los olivos salpicando el paisaje, y los almendros en flor. El sol de Sefarad, y las ciudades de ella, que no volverán a ver. Agarrado a un cabo, con el pelo revuelto, y los ojos hinchados, un joven José Beckhat, mira al horizonte donde hace días se perdió la silueta de la

os reyes abandonaron su crucero, seguras de su curso. Ve sus colores desgastados como pinceladas de color, que adornan las galeras en las que

os más pobres, aquellos que no tienen recursos para pagarse un pasaje en la cubierta superior, o en la cámara misma como es el caso de su padre. En la proa del barco, observa como rasga

a la sombra de este. Viste un jubón de cuero que le regalase el día de su bautizo la señora doña Isabel, y bajo este una camisola, amarilla por el uso. Calzones de algodón marrones, anudados con un cinto de cuero negro, de los que su padre ya anciano, aun curte y repuja en su taller. El sabe del dolor de su amiga, la señora, y le trae lo que le pidió hace cinco días, cua

presencia le miran con aprecio, pues conocen su amistad con la señora, y saben que de él dependen el pan y el vino que tanto les gusta. Pronto el portón se levanta y el paso queda franco. Com

como sus hombres ríen y cantan mientras se llevan a las cocinas los aprovisionamientos que llenarán sus estómagos de carne, pan y vino, devolviéndoles así la alegría. Un gr

teban, lo que le solicitasteis. Aun estáis

luirán. Dejad que me lleve un recuerdo de vos, que almacenaré en mi alma, y en mi corazón, para siempre-llora el aya, con su cara

erá el pago a todo este vuestro esfuerzo. –Le dice mientras le sube

cielo, pueden servir de algo.-se ciñe los pechos con una banda de tela por encima de la camisa, a la que añade e

cepillado tantos años que un apéndice

ierde.-le muestra la melena que le llega por más abajo de la cint

irse de hombre para una dama, que los reyes, y el Papa, lo prohíben por ser un gran pecado para las hembras hacer tal cosa. Esteban ha marchado, con regalos de los soldados a los que trae en secreto, lo que de él solicitan. De aquello que los navíos que comercian con los berberiscos, dejan en las costas de Lev

explicarle el plan que en su mente ha concebido, a fin de

sfraz de moro, que llevaré encima de mis ropas de varón cristi

uerais varón!¡que pérdida, para mí, que no

nura, lo mucho que la quiere.-que volveré con mi señor, y hablaremos de am

jeros que dejaron como lastre en su forzado éxodo. Paquetes amarrados con cuerdas, utensilios de

ue rebotan contra el muslo de sus dueños, y el sordo golpeteo de los cascos al contacto de la arena. Don Rodrigo se cubre los o

llaman la atención. Se agacha y las levanta una a una, hasta que ve lo que busca. Una bolsa de terciopelo rojo, anudada con tierno cuidado, que se encuentra casi cubierta por la arena y las algas. Mira en torno suyo, como temiendo ser descubierto, y la guarda entre sus hábitos marrones, para darse

Martí de Sacrosanto le acusara, de inteligencia con los judíos, librándole de la tortura, y quién sabe si de la hoguera también. Y todo por dar cobijo a un sefardita, que de sed moría

eñora, para calmar su dolor, que el doncel que ella despide, h

ende peldaño a peldaño, los escalones que le separan de su benefactora. Abre la puerta de los aposentos tra

Beckhat, vuestro amado. Las tropas de Castilla y de Aragón galopan hace cuatro días rumbo a sus feudos, y solo est

o de pergamino nuevo, y dos piedras rojas como sangre, caen en la palma de su mano, de dedos blancos y delgados. En la lengua de sus ancestros, José Beckhat, le conf

no se borrarán, y alza la mirada a su aya, y con ella le solicita que no la abandone en momentos tan duros. Más doña Inés, saca por toda respuesta, de un armario, un saco de

Esteban trajo anteayer, bajo amenaza de comunicarle a vuestro señor padre sus negocios con los soldados, que sin duda castigo le i

Mientras que doña Inés, se transforma ante su incrédula mirada, en hombre de armas, de fornido aspecto. Nada vio nunca igual, y le tiembla todo el cuerpo. Las dos damas, le piden que las lleve a su pequeña ermita, en lo alto del promontorio que da al escarpado risco por el q

rdias si descubren la impostura?

ulce-que esta será la prueba de que nadie nos reconocerá ahí a

sean se crea. Salen sin estorbos del castillo, bajando por el sendero que conduce a la explanada, abierta a la llan

en revueltas, alrededor del modesto edificio que es la ermita. Una cruz de hierro, señala el límite de los dominios de don Javier de Soto, desde que fuera ordenado como sacerdote del Señor,

a a las comodidades que le ofrece el castillo, se ve castigada por el calor pero libre al fin, de la servidumbre de ser quien no puede defender siquiera su causa. Desde este momento es un hombre, y ya no será más la mujer indefensa y frágil

aspecto por uno que sea viril y masculino? Que estoy dispuesta a sacrificar

tra ellos, en las filas del rey don Fernando, yo mismo fui caballero, y manejaba la espada de tal forma y manera que era temido en el campo de batalla. Yo

nces doña Inés-ella es de noble estirpe, y de

r.-le toma de la mano al aya, para apaciguar su furia, que ya ha tenido que cortar de su cab

IENTO DE

n ella, golpeando trozos de madera que no sienten el toque de su acero bien templado. El viento se ríe de su afán y el sol rec

eéis atacar. Que así romperéis la defensa de cualquier escudo, y quebraréis su resistencia. Y si no os son suficie

ote, que en su testarudez, insiste en seguirles allí a donde vaya. Cubierta de polvo, y heridas, con la furia en los ojos, y el semblante enardecido, doña Isabel de Pechuán, se revuelve

que conforman una estrella al separarse. Es no obstante el señor de águilas el que no parece satisfecho con el abandono del hogar que la señora doña Isabel era ya su esposa ante los hombres de quedar en el castillo, y se le es

mujer enamorada que amante tenga. Y es don Rodrigo quien teme una guerra entre clanes que la paz arrastre a lo más profundo de lo que la venganza trae. Que no es Gabriel quien a su

son suyas, y por eso amadas les son. A los reyes doña Isabel y don Fernando, ha llegado con el paso de los días de mano de sus agentes en el castillo, la noticia de la tal d

jer como Isabel de Pechuán en peligro pone los planes reales de la reina más poderosa de Europa. Ni el mismísimo emperador de la lejana Germania, se atreve a contraria

acer en caso como éste es, que de la

confía. Pensad que eso vos hacéislo bien, y decidid como hallar el q

fe, al ayudar a proclamarme reina de Castilla, en contra de los intereses que don Gabriel defen

usa de don Rodrigo, que en buena fe bien creo, que su hija tras hombre ha ido, y no por ofe

ra España ser grande, como nunca lo fue hasta ahora. Parto para el feudo de don Rodrigo con hombres de armas numerosos y allí hospedaré mi alma, en busca de la

n veteranos, de granada y no más. La espada rebota en el muslo del rey, y las piezas de las armaduras resuenan

itarra de moro que de Granada le vino, a entrenar su brazo que en

días y su rostro curtido al sol, aparece como el de un joven guerrero, que con expresión adusta amenaza sin desenvainar el arma. Su aya le mira, y acostu

con la frente sudorosa y las manos húmedas. No vio nunca mujer que

o sabía hasta vuestra llegada. Co vos he de ir hasta que el mundo se

escasos días que lleva residiendo en la ermita del fraile. La cimitarra es un apéndice de su brazo, que se ve fibrado y poderoso, para doncel menudo. Espera a Felipe de Leizo, que le llevará a la

ue saber, ignorando mucho. Pues no dispongo de tiempo para

o, que regresa de los mares infestados de piratas berberiscos, trayendo presos tres navíos que capturó en las costas de Algeciras, fuera de su perímetro de acción, razón por la que

pas dispuestas para en la oscuridad de la noche perdernos con las sombras. Cuando mi señor padre se vaya con los su

u duro trabajo bajo el sol, dijo el sabio rey Salomón. Entre tanto meter

atenciones y premiar en el nombre de los reyes su faena, que bien lo vale. Doce hombres de armas le acompañan, y el piensa en donde se hallará la niña de sus ojos, que no la ve en su

ario puerto a medio terminar, pues las prisas apremiaban por la falta de protección en los mares de cerca. Las gaviotas emiten su sonido estridente en la noche, y sus blancas siluetas,

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