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Viví durante cinco años en una cocina que apestaba a grasa quemada, resignando mi sueño de ser pastelera para que Máximo persiguiera el suyo de ser director. El Día de los Inocentes, pensaban que me gastaban una broma. Máximo se casaba, pero la novia no era yo; la pantalla del teléfono de mi amiga Rosa mostró un tráiler de boda donde él besaba a Scarlett Salazar, su "musa" y nueva becaria. Horas después, vi a Scarlett dejarlo ebrio en la puerta de nuestro apartamento, y sus risas íntimas me helaron. Máximo, dormido, susurró el nombre de Scarlett, confesando que no se atrevió a hablarle en la universidad porque era "demasiado pobre para una diosa como ella". Entonces lo entendí: mi vida, mis cinco años de sacrificio, pagar sus deudas, creer en su "talento", todo había sido una mentira, un premio de consolación para su ego herido. Fui su plan B, su ama de casa, la payasa de su teatro. En el hospital, con una vía en mi brazo, él me suplicó que volviera, diciendo que me "necesitaba" y que "se había acostumbrado" a mí. Pero un correo en mi teléfono cambió todo. Me arranqué la aguja y salí de allí, dejando atrás la farsa y la ciudad que me había visto humillada. Dos años después, convertida en una chef reconocida en Ciudad de México, él volvió a llamar, desesperado y enfermo. Con el peso de mis nuevas libertades, la vida que construí y la mano de mi nuevo amor en la mía, colgué el teléfono sin decir una palabra.