img Canción de Medianoche de Courbet  /  Capítulo 4 Soy un desastre, lo siento. | 20.00%
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Historia

Capítulo 4 Soy un desastre, lo siento.

Palabras:4424    |    Actualizado en: 08/04/2022

aba en el cie

hace silbar los mismos arboles, le acarició los rizos dorados como los dedos cálidos de Sam. La noche se esfumó, pero con ella no trajo la claridad. Su mente seguía ensombrecida

jos la hacían flotar en un velo de aceite n

o de marfil, un saquito lleno de huesos y falanges ennegrecidas y un pequeño cofre de joyas, plata y oro. Ninguna redecilla de pelo antigua. Pasaron tres días de su extensa búsqueda. Cuando fue al encuentro con Sam, se excusó de no encontrar nada.

io le dijo que se fuera. No le agradaba la servidumbre, porque la última ama que contrató estuvo robando. Lo último que supo, fue que le cortaron una mano a una de las muje

os ojos entrecerrados; dos piedras azules, infinitas… No pronunci

a, Annie —dijo la

isuras de sus labios. Era cierto… Annie se había puesto un vestido azul muy brillante y una cadena de plata bruñida co

itar sonreír ante l

chaleco tachonado de cuero y guantes de piel, casi no se podía distinguir cuál era su mano falsa… casi; los movimientos de sus dedos eran erráticos. Se lavó el cabello rubio plateado con c

am. Con su olor envolviéndola en la ternura de las mantas. Lo amaba… tanto que la distancia la quemaba. Ardía en su pecho como solo las esperanzas vacías podían hacerlo. Porque no se sentía suficiente

ie

caldo—. Hemos vivido muchos años juntos, en la c

argo de la sangre en la boca. No pudo evitar mirar el

a la voz en

como un hermano para mí. Vas a ver a tus primos, a tus tíos, a tu abuela. No te va a faltar nada, quizás puedas cursar algunas

ue sentía se desbordaban en su rostro… incontenibles—. Estamos en Valle del Rey. La Co

Es peligroso que estés aquí. Quiero protegerte, niña. Como le prometí a tu madre. ¿Qu

mas lo que rodaba por sus mejillas? Su gargant

oz cortada—. ¡No lo ere

rse de sus besos tímidos y adictivos. Sus abrazos tan cálidos… como la brisa del mar acariciando las entrañas. Su rostro claro y soñador, sus ojos abrumados e inf

l de entender, pe

a cautiva en su cárcel de azúcar. Durante años la ignoró, marchándose con cada oportunidad… ¿Y ahora

se lo rompiera. Se detuvo. Sentía los dedos duros y fríos de or

dijo con tanta rabia, que los dedo

o. A veces veía a las madres llevando a sus hijos de la mano… y se preguntaba cómo debía sentirse. La calidez de un abrazo maternal. Nunca se sintió querida por su padre. Todos la miraban desde abajo como una niña… Él único que la comprendía era Sam. Er

o no les quise creer… Me aferré a cada guérisseur, a cada medicina. A la esperanza de que su sanación. Pero… no conseguí que se quedará conmigo. Soy un desastre, lo siento. Aún no puedo creer que se fue, mi alma no se contenta con haberla perdido—guardó el relicario en s

aquel abrazo, estaba cerrada a sentir algo por él. Era una cabeza más alto que el

é es

elo bañada en oro que tenía grabado un símbolo. No lo pudo leer. Estaba atado a

ncia en la casa que Misa y ella. Annie se colocó una capa de lana verde con capucha, sobre la ropa de dormir, y un par de botas de piel. Salió por la ventana y se deslizó por el tejado de tejas de la casa contigua. Bajó por un escalón hasta la calle. La ciudad dormía

en una esquina. La miraba con desconfianza. La espada fina colgaba a la izquierda del cinto y el puñal

a cubierta de p

a teñía su cabello de negro, parecía el mismo ángel de la muerte con la capa negra ondeando sobre la niebla. Annie se acercó sonr

ardiente. El olor de Sam la calmaba en las peores sit

tie

una mueca de aflicción y dejó escapar un largo suspiro… S

a contra su cuerpo y ella sintió que un calor nacía en ella. Le dio

oca y su lengua se incendió. Su paladar echaba chispas mientras la sensación recorría con dedos calie

levarme lejos—busc

dedos recorrieron su cara, eri

parte, ambos, de algo más grande que nosotros. Cantemos canciones cuando llegue la medianoche. Tengamos

n, sintiendo que se dominaba por el esfuerzo. Volvió a respirar su aroma… sintiendo que no podía resistirse. Se dejó llevar por el océano de vino n

resa del delirio. Si miraba para atrás, solo enco

Preguntó,

ió y sus labios acariciaron

na brisa caluroso. No resistía la cercanía del joven. Un cosquilleo la atormentab

iene puesto—di

tase

llo. Lo tiene co

illos de su capa. Rebuscó en los pequeños bolsillos, tanteando en la oscu

a g

con severidad y cogió el

ntada llevaba un pequeño puñal, con

Entendía bien

leo se extendió por sus muslos como pequeños hormigas—. Si miras al abismo

l colchón y escondió el veneno. El puñal lo guardó bajo las tablas huecas del piso de

eño

a la voz s

ché p

apar un pronun

demasiado bien— No podía

a rezado a algún dios que pudiera escucharla, ayudarla… salvarla. Pero los dioses de alguna forma se mantenían reacios, c

n su habitación. A esa altura, Misa la había ayudado a empacar todas sus prendas y pertenencias en tres grandes bolsas de viaje. La escolta la llevaría por la mañana a través del Bosque Espin

ana mientras le peinaba el cabello—. Iría contigo,

s a su joven profesor. Hubiera dado cualquier cosa por ver al misterioso alquimista, Sam; pero no lo encontró en ninguna part

scuridad y el silencio. La ciudad dormía, dio pasitos en falso hasta que estuvo de frente con el armario. Allí guardaba una cuarta bolsa de viaje con todo lo necesario: un par

o que le había dado el alquimista y se lo guardó en la manga, atada con un cordón a la muñeca. Subió las escaleras descalza, intentando

estremecer. El pecho de Friedrich Verrochio subía y bajaba, dormía desnudo. Allí estaba, brillante, dorado: la redecilla de pelo, el recuerdo prec

y a la hierba. Annie tomó con sus pequeños dedos el colgante y tiró con cuidado ha

n voz pastosa. Sintió como el

Pero no se movía… Luchaba con sus extremidades presas. «Una gota», le había dicho Sam. Pero ella, nerviosa, había dejado ca

ie…

isión de carácter. Tiró del puñal… y la hoja cortó la cuerda, sin hacer el menor sonido… ni resistencia.

nie… Es

destruyendo su estómago y estuvo a punto de caerse cuando subió corriendo las escaleras. Entró a su habitación, se calzó unas botas de viaje hechas de

a zancadas. Pero se paró en seco cuando un guardia, apareció frente suyo… Reparó en ella, ceñud

cer más qu

a… estaba seguro de ello. Una sombra tanteó la oscuridad, junto a ella y la tomó de los hombros. Le tapó la boca hasta que dejó de grit

tie

cilla de oro del b

ie

sde los tejados algunos guardias parecían seguirlos con la mirada. Algunos hasta hablaban entre

dad—replicó Sam—. Toque de queda para cu

aba entrever en las nubes negras. Saltaron entre los tejados más pequeños, como si bajarán por una escalera bizarra y bajaron a un estrecho callejón. Los hombres pisándole los talones les perseguían desde la calle, por recodos y atajos. Los guardias le cerra

o de su cabeza y se sorprendió de que la boca le supiera a sangre. La esencia formó a un ruiseñor de energía viviente, era todo fuego rojo; místico. Sam levantó sus manos y el pájaro, como un relámpago… se desprendió de sus palmas, proyectándose en la noche. Dejó una estela rosácea al hundirse en el rostro de un hombre, con un e

fantasmas burlones. Sin saber cómo, se encontraba a oscuras, olía a tierra mojada y excrementos viejos. Habían entrado en una abertura oculta entre los edificios. Se deslizaron tomados de la mano, pegados a aquel muro de piedra fría. Pisaban una alfombra de desperdicios, doblando por secciones estrechas. La luz acarició sus ojos,

ba subido y… no s

dijo el al

de ladrillos, escapando de sus captores. A la distancia, se mostraban los primeros árboles oscuros de la espesura. Allí nunca los encontrarían. Dos lanzas se cruzaron delante de ellos. Había

eño la tomó de la muñeca y la acercó a él con brusquedad. Sam agarró la lanza del alto con las dos manos, lo golpeó con el asta en la cara y se la arrancó… Con otro golpe

ó de dolor y ella se liberó, se agachó antes de que la lanza pasará sobre su cabeza y

con estrépito sobre los cantores… Las puntas afiladas del rastrillo cayeron sobre ellos, con gritos

tras apuntaba a uno con un puño cerr

os anegados de lágrimas—.

rseguidores Uno de los guardias cruzó hasta donde estaba, a zancadas. Su altura y tamaño la intimidaron. Levantó un hacha afilada para separarle la cabeza del cuerpo, sin reparar en que era

la capa negra mientras los cuerpos se apilaban a su alrededor. Empuñó una lanza y le abrió la cabez

podía pensar con claridad. Tenía los pantalones manchados de orina. Pero la palabra seguía en su cabeza… Una ordenanza le impidió seguir pensando y sus pies se pusieron en movimiento. Corrió sin mirar atrás, escuchando estallid

olverla y devorarla. Desapareciendo para siempre en

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