Instalar APP HOT
Inicio / Aventura / La puritana
La puritana

La puritana

5.0
30 Capítulo
8.9K Vistas
Leer ahora

Acerca de

Contenido

Una njoven puritana llega al nuevo mundo y en una convulsa guerra conoce a un jefe indio del que se enamora, él la corresponderá pero ambnos tienen prohibida esa relación, ¿Podrá Eleonor convertirse en la esposa del jefe indio?

Capítulo 1 La huida

CAPITULO VIII

LA HUIDA

Las calles estaban controladas por los soldados del rey, y Jonathan Wox, trataba de llegar a su casa, sin ser detenido antes por los partidarios de la Iglesia del rey o sus esbirros. Si lograba sortear aquellos peligros, podría tener junto a su familia una oportunidad de ser libre en Nueva Inglaterra. Se pegaba virtualmente a las paredes combadas de las casuchas del barrio portuario, donde vivía en el tercer piso de un edificio ruinoso, y húmedo, que amenazaba caerse de un momento a otro. Sus botas al correr, pateaban las aguas sucias de las charcas, que le salpicaban la ropa embarrándole. Su cabeza giraba en derredor, tratando de ver si algún guardia estaba tras sus pasos y de cuando en cuando, se sumergía en las sombras de algún portal, que más parecía ser una boca del Averno, que la entrada a una vivienda. Serpenteó por calles oscuras, en las que abundaba la basura y los restos de comida. Un intenso olor a suciedad y orines viejos, impregnaba la atmósfera y Jonathan llegó jadeante y asqueado a la vista del muelle. Jonathan, sentía como su corazón se aceleraba y por un momento creyó que todo Londres escuchaba su bombeo. Su frente estaba perlada de un sudor frío, y su mano aferraba entre sus ropas algo envuelto en un trozo de mugrienta tela. Escuchaba los gritos de los soldados al correr intentando dar caza a algunos de ellos que sin duda habían sido menos precavidos que él, y un terror mórbido se apoderó de él. No podía mover un solo músculo y pensó:

-“Tranquilo Jonathan solo Dios conoce tu destino”.

De pronto los pasos se hicieron más fuertes y pudo oír el tintineo de las armas en las manos de los soldados. Temió, no la muerte, sino dejar indefensos a sus hijos y esposa. Oró en silencio y se pegó a la pared de la casa a sus espaldas, en un vano intento de esconderse. Los soldados, cinco en total, llegaron a su altura.

-¿Quién sois vos y qué hacéis a estas horas en este lugar?, ¿acaso no sois temeroso de Dios?-le preguntó con gesto adusto, el que parecía mandar el cuerpo de guardia que se hallaba haciendo la ronda.

-Señor soy temeroso de Dios y buen hijo de la Iglesia, he estado trabajando hasta tarde y ahora me dirijo a mi casa con mi familia. Trabajo en el muelle como estibador.

-Os acompañaremos y veremos si decís verdad o sois un rebelde mentiroso, de los que se reúnen en clandestinidad para conspirar contra nuestro rey Carlos.

Jonathan no deseaba que localizasen el lugar donde vivía en paz con los suyos, pero no podía negarse sin despertar las sospechas de aquellos hombres del rey. Caminaron despacio, mientras atravesaban las dos últimas callejuelas, que Jonathan sabía desembocaban en el puerto. Nervioso y aterrado, a la vez que helado de frío, intentó iniciar una conversación con los soldados que resultó inútil. Pero la providencia o dios mismo, jugó una baza a su favor en el instante crítico, en que ya daba todo por perdido. Una voz solicitó el auxilio de la ronda.

-¡Favor!, ¡favor! Me atacan…

-Id a vuestra casa buen hombre y no salgáis por estas calles del demonio a estas horas, si no queréis daros de manos a boca con el diablo mismo…¡Vamos!

Los soldados echaron a correr en la dirección de dónde provenía la voz de auxilio y Jonathan decidió dar un rodeo hasta llegar a las inmediaciones de su hogar. Las sombras jugaban a ocultarle de los perseguidores una vez más y él se escurrió entre los montones de tierra y desechos, hasta encontrarse a tres metros de su casa. Miró una vez más atrás, para ver si le habían seguido, y tras cerciorarse de que no era así, entró en la casa, subiendo los escalones de madera desgastada, que crujieron bajo el peso de su fornido cuerpo, hasta llegar a la última planta, donde vivía con su esposa y sus dos hijos, en el desván.

Desde la ventana se divisaba el mar, inmenso y eterno, para ojos inexpertos. ¡Cuántas veces había mirado al horizonte en compañía de su esposa Catheryn con la ingenua esperanza, que ahora parecía cobrar vida, de poder escapar y servir a Dios en la nueva tierra!

Las noticias que llegaban de palacio hacían prever una cruenta persecución por parte del rey Carlos I, el deseaba controlar a la Iglesia, como su antecesor y fundador de esta Enrique VIII y estaba dispuesto a extirpar toda oposición. Jonathan salía de una reunión clandestina, en la que varios varones, habían tomado la decisión de escapar antes de que fuese demasiado tarde. Siete familias, embarcarían en un navío cuyo nombre ninguno sabía por seguridad. Solo el capitán, también puritano, era conocedor de los detalles. Él enviaría por ellos en el punto previamente marcado y hablado con cada uno, uno distinto para cada familia, a fin de mantener en seguridad al resto de ser detectado alguno de los integrantes del grupo.

Catheryn al verle entrar, se echó en sus brazos llorando y él la abrazó calmando su natural temor.

-Tranquilizaos estoy en casa sano y salvo, y traigo buenas nuevas. No me han seguido tranquilizaos,-le repitió una segunda vez, mientras ella se separaba de su pecho y se secaba las lágrimas con el delantal blanco, que impoluto, retaba a la suciedad de afuera.

-Temí por vos, ahí afuera han estado los soldados del rey deteniendo a muchos de los nuestros. Incluso subieron casa por casa, preguntando por los esposos que no estaban en ellas. Yo dije que no sabía, que trabajabas en el muelle hasta tarde, bien entrada la noche. Espero que no vuelvan.

-Ya no importa ¿dónde están los niños? Tenemos que prepararnos para marchar a la nueva tierra donde podremos adorar a Dios en libertad…apresúrate mujer, no disponemos de mucho tiempo, apenas tres horas.

-John está jugando en mi cama y a su lado duerme Diana.

Despiértala y diles que han de guardar estricto silencio. Nos vamos. Mete en un hatillo solo lo de mayor valor y lo que sea de interés para usar en el viaje en barco que vamos a iniciar.

Jonathan miró a través de la ventana del desván y se calmó al comprobar que no había soldados a la vista. Catheryn se echó a la niña de apenas siete meses, sobre su pecho y le indicó a John que callase y no hiciese ruido. Los tres salieron de la alcoba en que dormían todos y en el pequeño espacio que le precedía, sacó de un armario, algunos recuerdos que guardaba en un cofrecillo de madera y varias prendas de mujer y de varón, así como algo de ropa de abrigo para sus hijos. Jonathan extrajo de un estante un libro de tapas negras, una biblia, y una pluma gastada con la que solía escribir además del tintero, casi vacío. Guardó en su faltriquera una bolsita que sonó al ser agarrada con la manaza del estibador. Dentro, estaban los tres medios sueldos que habían ahorrado, para irse de Inglaterra. Con la ropa en un hatillo y los objetos de peso en una bolsa de cuero marrón gastada por el uso, abrió la puerta que chirrió como un demonio exorcizado y tras cerciorarse de que nadie les espiaba, descendieron escalón tras escalón, rezando para que no hiciesen ruido y despertasen a los demás vecinos. Catheryn admiraba el valor y la fuerza de su esposo y la determinación por llevarlos al nuevo mundo, hacía que su pecho jadease de emoción.

En el puerto una nave se balanceaba crujiendo su maderamen como si fuese a desencuadernarse de un momento a otro.

CAPITULO II

EL EMBARQUE

Lord William Sentheyr, se enfundaba una oscura capa y embozado cual criminal, salía de la casa de campo en que había tenido lugar la reunión con los cabeza de familia, de las siete familias implicadas en la fuga a Nueva Inglaterra. Por causa de su religión, el rey le había confiscado sus tierras y su título y se veía mendigando en casa de cada familia puritana, que le servían con gusto. Sabían que cuando llegasen a las costas americanas, él sería el más influyente. Conocía a John Winthrop, que lideraba la operación de fuga de Inglaterra. Se rumoreaba que William Laud, iba a ser nombrado arzobispo de Canterbury y eso supondría la cruenta persecución y ejecución, tanto de papistas, como de disidentes de la Iglesia Anglicana, como de ellos mismos. Huir era la única salida que les quedaba. Lord Sentheyr se introducía en una carroza que evidenciaba el paso del tiempo y el excesivo uso, y daba dos golpes en el techo de esta, para que el cochero en el pescante, supiera que podía salir de allí. Se desprendió de la capa y dejó al descubierto, un jubón de terciopelo negro, con botonadura de oro y unas calzas del mismo color, enfundadas en sendas botas de cuero negro y brillante. Sus manos, de un extraordinario y marfilíneo color, aferraban un bastón de madera de ónice la diestra, y un pequeño pergamino la siniestra. Su cabeza, iba cubierta por un sombrero cilíndrico de terciopelo, también negro, al más puro estilo español, de la época en que esta, marcaba la tendencia del vestir entre los nobles de otros reinos, que se tenían por modernos y bien ataviados. Habría de abandonar tales lujos, de los escasos que le quedaban y vestir atuendo de puritano, sin excesos, ni adornos superfluos. Pero de momento, le ayudaba a pasar desapercibido entre el gentío de la hacinada Londres y a ser respetado, como lo que fue, más que por lo que ahora era. En general, de no encontrarse con otros nobles, la plebe ignoraba, si en verdad ostentaba título en ese momento concreto, o por el contrario le había defenestrado el rey…

La carroza traqueteó por senderos de piedra, alzados por los romanos y ensanchados por los trabajadores del rey, y le adormeció mientras escapaba de aquella casucha, perdida en medio de la nada. La campiña inglesa comenzaba a despertar a esas horas, y los árboles definían sus siluetas, de noche siniestras, aportando lugar donde esconderse. Se desperezó lentamente y desenrolló el pergamino, que ahora yacía en el asiento junto a él. Catorce familias, estarían siendo ya recogidas en catorce puntos distintos. El resto, hasta veintiuna, estaban ya a bordo de una de las dos naves que saldrían para Nueva Inglaterra. A él le tocaba recoger a la de Jonathan Wox y a la de Sendon Laidors, estarían una en el muelle en la esquina de Orange Street con Towerking Street, y la otra la de Laidors, en la manzana aledaña. Estaban a poco menos de media hora en coche, del punto previamente seleccionado y sin embargo, sus nervios se tensaban como cuerdas de arco. Llovía copiosamente y el agua repiqueteaba contra el cristal del coche, como luchando por abrirse paso hasta Lord William. En su mente bullía una idea, un sueño irrealizable, que se estaba convirtiendo en realidad, por la mano de Dios todopoderoso, que les prestaba su gracia, a fin de que le pudiesen adorar como ellos deseaban y Él mandaba. La ciudad de Londres, apareció como una gema débilmente iluminada, que anhela ser limpiada y pulida, por un joyero hábil, y al entrar en las calles sucias y malolientes, se tapó la nariz y la boca, con un pañuelo perfumado, que extrajo de la faltriquera de su jubón. El cochero, que tenía órdenes estrictas, se introdujo entre dos calles, que casi aprisionaron el coche, para salir a una mal llamada plaza, donde algunos niños harapientos, jugaban entre montañas de tierra, escombros de casuchas derruidas y bebían a morro, de una fuente inclinada, y que amenazaba con desarraigarse de la tierra misma. Allí debía esperar a Sir Anthony Parson, el armador puritano que prestaba sus barcos, para los demás miembros de la congregación, que iban en pos de la libertad de culto.

Un coche destartalado y de maderas que crujían lamentando existir aún, llegó a su altura y de su interior descendió un adusto varón, ataviado con jubón y calzas azul marino y gorro de estilo escocés, que se ocultaba parcialmente, bajo una capa raída de color marrón.

-Estamos en el punto tres L…-fue a pronunciar el título de William, cortando la palabra antes de ser expulsada por su rebelde boca.-perdón, conmigo viajan los tres miembros de la familia Maccarthy. Hemos de darnos prisa y concluir la “recolección” antes de que amanezca por completo, de lo contrario, el puerto se llenará de soldados.

Lord William no dijo nada, y por toda respuesta se limitó a asentir con la cabeza y a introducirse de nuevo en el coche, para salir sin pausa con rumbo fijo hacia el muelle del Támesis. El coche de Parson, le siguió entre crujidos y traqueteos que avisaban de que en un momento, tiempo esperado, se desmontaría por completo. Llegar fue lo más sencillo, pero recoger a los Wox y a los Laidors iba a ser más difícil. El muelle era recorrido por dos rondas, el rey había ordenado doblar la guardia y no permitían el acceso, a nadie que no portase el salvoconducto real, expedido por el rey en persona y lacrado con su sello.

-¿Qué haremos?, así es imposible atravesar esa línea de soldados del rey…-se quejó sir Anthony.

-Si el rey no nos permite salir, imitaremos a Moisés, e iremos en pos de dios. Él nos escuchará y esas dos familias vendrán, de una u otro forma, a nuestra presencia. Faraón fue más terco y sin embargo El Señor le derrotó, protegiendo a su pueblo, para que este saliese de la esclavitud de Egipto.

-No estamos en una situación muy diferente Lord William, que si no sucede algo a nuestro favor y pronto, esas dos familias lo van a pasar muy mal.

-¡Fe!, ¡fe!, orad por ellos y tened fe…eso hago yo mientras pienso.

Jonathan se daba perfecta cuenta, de que el rey estaba al acecho y sospechaba que algún miembro de su Iglesia, había sido capturado y le habían hecho hablar bajo crueles torturas, para delatar su presencia aquella noche crucial. No acertaba a comprender nada, que no entrase en los parámetros que él manejaba. Miraba de hito en hito, a ver si algún embozado caballero, de los pocos que pasaban por delante y a la carrera, para librarse en lo posible del aguacero que caía de los cielos, era el que les tenía que conducir, al navío que les llevaría al nuevo mundo. Él también notó el aumento de soldados en el muelle, y se decidió a avanzar algo, pegado a la pared con su esposa detrás, llevando en sus brazos a la hija de ambos y con el joven John tras ella. No quería irse lejos, por no correr el riesgo de que llegasen por ellos y no les hallasen.

Cinco naves, atracadas en el muelle de San Andrés, se balanceaban al capricho del viento que las zarandeaba y como regalo de La Providencia, un terrible aparato eléctrico envolvió estas y al muelle entero con ellas. Los soldados buscaron refugio, bajo el ancho alero de una casucha, que era la esquina que daba al muelle y junto a ellos, una mujer y dos niños se removieron inquietos, eran los Laidors que temblaban ahora, no de frío sino de miedo. Su esposo había ido a ver si los Wox que vivían cerca estaban en algún lugar cercano o en su casa.

-Pero mujer ¿Qué hacéis con esas dos criaturas en plena calle bajo esta tormenta?-le preguntó el teniente de la guardia nocturna.

-Ay señor, que mi hermana ha dado a luz y tengo que ayudarla a cuidar de sus hijos, pero mi esposo se tarda, iré por él si su merced me lo permite…

-Id mujer id, pero abrigad a esos hijos de Dios y marchad pegados a la pared, que este viento del diablo, amenaza llevarse a los que servimos a Dios.

Mentalmente Elizabeth, pidió perdón por le media verdad que le dijese al soldado y corrió cuanto pudo, en dirección a la casa de los Wox, para tratar de encontrarse con su marido y con ellos mismos. El agua les empapaba y solo cuando vieron a Sendon Laidors que llegaba a su altura, se sintieron aliviados.

-Ay esposo mío, qué miedo hemos pasado…esto está lleno de hombres de armas…les he dicho que íbamos a ayudar a mi hermana que acaba de dar a luz para cuidar a sus niños, El Señor sabrá perdonar mi media verdad, que ha dado a luz, pero murió en el parto y descendencia no tiene.

-Calmaos esposa mía, que hemos de salir de este Egipto que nos somete y cuando estemos a salvo, Él sabrá en su inmensa misericordia, perdonar el error de su sierva.

No le dio tiempo a más porque Sir Anthony y Lord William llegaban hasta ellos en aquel instante y les aferraban del brazo para conducirles hasta “El Aurora” y “La Misericordia”. Corrieron como almas que lleva el diablo, bajo la lluvia torrencial que inundaba ya calles enteras y penetraba en las casas, y a salvo de las espadas del rey, llegaban a la pasarela del “Aurora”.

-¡Subid, subid! Hay que salir en cuanto amaine un poco la tormenta que Dios envía para protegernos.

Las dos naos estaban aparejadas y listas para abandonar el muelle en cuanto el tiempo se calmase lo más mínimo. Su capitán estaba acostumbrado a peores tormentas tropicales, que lo habían agitado en el mar caribe más de una vez. Tras subir las dos familias, ordenó retirar la pasarela y dos marineros, cumplieron la orden con gusto. Aún tardó un par de eternas horas, antes de que la tormenta amainase lo suficiente, como para emprender el viaje desplegando velamen. Soltaron las estachas del muelle y las dos naos se separaron de él llevadas por la marea. Cuando ya dejaban atrás el muelle, vieron cómo se congregaban en este, numerosos guardias reales. Habían escapado justo a tiempo.

Seguir leyendo
img Ver más comentarios en la APP
Instalar App
icon APP STORE
icon GOOGLE PLAY