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uando caí enferma, tuve que rogarle a mi esposo, A
e por malgastar mi m
ole a su exnovia un collar de cinco millones de dólares. Los mensajes de la
cia, llamándome un «adorno». Yo era una posesión que había comp
quier fiebre. Él controlaba mi vi
a me la ganaría. Empujé la pesada puerta de «El Diván Escarlata», un club de élite do
ítu
más pesado que de costumbre en mi dedo, un recordatorio constante de la jaula de oro en la que vivía. Brillaba bajo las duras luces
-preguntó Marcos, el asistente
fría y dura. Mi mensualidad, unos míseros diez mil pesos, se había evaporado hacía dos semanas cuando enfermé
o -logré decir, mi voz apenas un susurro.
ente esculpida de
or Arango está en una
sistí, aferrándome a
perceptible que aun así lo
as puertas de cristal esmerilado
pasaba parecía ver a través de mi fachada, asomándose a la patética realidad de
hora. Cinc
en todo momento como el magnate tecnológico que era. No levantó la vista de inmediato. Sus ojos estaban fijos en l
solo el reconocimiento de que yo existía en su espa
s manos sudorosas-. Yo...
a vista. Su mirada e
ó el primero del mes. ¿Vol
illas a
llevó la mayor parte. Necesito para... cosas person
con una sonrisa burlon
e podrías desear. No trabajas, Valeri
pasión por la restauración de arte, incluso ser voluntaria en un refugio local, alegando que «mancharía el apellido Arango». Cada intento que había hecho
secreto una antigüedad restaurada en línea. El castigo por esa transgresión todavía me hacía temblar. Me había cor
de Alejandro
a mi reputación? ¿A nuestra reputación? -Se puso de pie, su altura de repente imponente, amenazan
había vuelto a entrar sile
esita descansar. -Su tono implicaba que yo era u
. La humillación me quemaba por dentro, más caliente que cualquier fiebre. Salí de
tante comenzó a caer. Me ajusté mi delgada chaqueta, deseando el calor de un taxi, una taza de café calient
einas de Polanco». Temía esos mensajes, pero la curiosidad,
capó». Estaban en un yate, riendo, con copas de champán en alto. El pie de foto decía: «¡Alejandro Arango no escatima en gastos para su
pesos para tampones, acababa de gastar
a. «Siempre el segundo plato». Otra: «Sabía en lo qu
echado. Recordé el rostro radiante de mi padre el día de mi boda, el cuantioso acuerdo que Alejandro había pagado, disf
s. Caminé a ciegas, las luces de la ciudad se desdibujaban en vetas de color. Mi cuerpo estab
dro besando a Eleonora. Sus palabras resonaron en mi cabeza: «El
te empapada, de pie frente a un letrero de neón que parpadeaba a través del aguacero: «El Diván Escarlata». El «lugar e
ntraría mi libertad. Y
sada y ornam

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