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El frío de la piedra se me metía hasta los huesos, el mismo frío que sentí el día que me ejecutaron. Mi prometida, Isabella, aquella a quien le entregué mi confianza y mi corazón, junto con mi supuesto mejor amigo, Adrián, el huérfano que mi padre acogió, nos traicionaron, acusándonos de conspiración contra el Duque, mi propio padre. Las falsas lágrimas de Isabella y la falsa preocupación de Adrián fueron el preludio de la tortura en las mazmorras y, finalmente, del patíbulo. Morí sin entender por qué mi propio padre, cegado por la confianza en esos traidores, firmó nuestra sentencia de muerte, por qué nadie nos creyó, por qué el destino fue tan cruel. Pero, entonces, abrí los ojos, jadeando, no entre cadenas, sino en mi propia cama, en el palacio, el día de mi compromiso con Isabella: el día en que todo comenzó a salir mal. No estábamos muertos, habíamos vuelto, y esta vez, el juego cambiaría.