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Durante veintiduras Navidades, mi hogar se transformó en la fábrica de chiles en nogada de mi madre, mi sudor y el vapor de las ollas forjaron una tradición donde yo era chef, anfitriona y sirvienta, mientras mi propia familia, Jorge y Mateo, quedaba en segundo plano. Los cohetes del Grito de Independencia resonaban afuera, pero la verdadera explosión ocurrió dentro, cuando mi madre, Doña Elena, anunció su testamento, repartiendo propiedades, dinero y joyas entre mis hermanos y nueras. Para mí, su única hija, la que siempre estuvo, la que cuidó en su enfermedad y prestó dinero sin retorno, no había nada; solo la "bendición" de convertirme en su enfermera personal sin paga, destinada a servirla hasta su último aliento. La humillación pública, rematada por una bofetada hiriente de su parte, hizo estallar cuarenta y cuatro años de sumisión, de humillaciones y de amor no correspondido. Esa noche, en medio de platos rotos y gritos de rabia, la Sofía dócil murió, y de sus cenizas, nació una mujer dispuesta a reclamar su vida, su familia y su verdadera independencia.