s, se había ido, arrastrado por la misma estructura de poder que siempre había despreciado. Sus intentos de resistirse, de volver con
. Lo había bloqueado. Borrado. La leyenda del Rey y la Reina de Monterrey estaba m
por un ardiente deseo de demostrar que estaba equivocado. De demostrarles a todos que estaba
El dolor me alimentaba, una energía oscura que agudizaba mi mente y embotaba mis emociones. Trabajaba sin descanso, du
itos silenciosos bajo el pulido exterior, la mujer frágil tambaleándose al borde del abismo. El dolor era
una amenaza tangible que igualara la tormenta dentro de mí. Me encontré en una carrera clandestin
oca monta que pensaba que podía llenar los zapatos de su tío. Había perdido una parte significativa de las propiedades
rada fija en la
ló Marco, acercándose. Sus compinches se rieron-. Se rumora que se escap
amente hacia él, más fríos
ando demasi
onido áspero
subirte a un coche y correr. No conmigo. -Señaló un muscle car tuneado, su motor rugiendo con impac
a oportunidad de sentir algo, cualquier cosa, que no fuera el dolor sordo de
z firme-. Pero si gano, te arrastrarás hast
e ensanchó,
to h
de mis contactos. Mis manos se aferraron al volante, el cuero frío bajo mis dedos. El pistoletazo
, no respondían. Marco. Había manipulado el coche. Una risa fría se me escapó. Por s
r. El velocímetro subió, desdibujando el mundo exterior. Una curva cerrada más adelante, que llevaba directamente a una caída en picado por el
borde del acantilado precipitándose hacia mí. Cerré lo
de lado, lejos del precipicio. El mundo giró, una cacofonía de metal chirriante y cristales rotos. El cinturón
s. Un dolor punzante palpitaba detrás de mis sienes. Mi brazo gritaba en protesta, torcido en un á
era familiar, pero extraña. Una sacudid
o. Parecía que había pasado por un infierno. Me estaba sacando de los restos del coche, sus manos suaves pero firmes. Mis ojos se des
ras espesas de dolor y alg
s de Carlos, que había aparecido milagrosamente, y luego se dirigió hacia Marco, s
y tembloroso
Rompió las regla
por el cuello-. ¡Manipulaste su coche, cobarde
iertos de miedo, aferrándose a un hombre que se parecía sospechosamente a su "hermano" que Garza había menciona
o sedoso, goteando
No le importa nadie más que ella misma. Las palabras de Damián, repetidas por Ámbar. Una oleada de amar
ignorando la protes
na, desprovista de emoción
ró, sus ojos
licarlo. -Dio un paso hac
con un jadeo t
o mareada. -Se tambaleó dramáti
Mi mirada cayó sobre sus suéteres azul pálido a juego, un símbolo de su nuevo y puro
amargo en la boca. Realmente e
e alejé, la adrenalina de la experiencia cercana a la muerte desvaneciéndose,

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